Por J.C. Maraddón
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Los antiguos estudiosos de la comunicación ponían la lupa sobre un fenómeno al que denominaban “experiencia vicaria”, y que consistía en algo muy fácil de entender: a través de los medios masivos, la gente sentía que estaba viviendo las vidas de otros. Las revistas le generaban la sensación de que era parte del jet set, en tanto que la televisión y los diarios le proporcionaban un acceso (supuestamente directo) a los hechos informativos. Así, un ciudadano común que llevaba una existencia sin sorpresas, podía percibirse como parte del universo de las celebridades o como testigo de acontecimientos fuera de serie.
Se trataba de las primeras audiencias que estaban sometidas al bombardeo mediático y por eso llamaba la atención este nuevo comportamiento, que tenía como antecedente la potencia de la que gozó en su momento la radio como proveedora de entretenimiento y noticias. Y la prensa del corazón y deportiva, que acercaba la intimidad de los ídolos a sus fanáticos, y con eso incrementaba la identificación de ese público con las figuras que descollaban en el cine o que recibían ovaciones en los estadios de fútbol. La televisión no hizo sino profundizar las consecuencias de esa falsa cercanía.
Ha pasado mucho tiempo desde que se detectaron esas reacciones ante el masaje de los medios y, sin embargo, el concepto de “experiencia vicaria” no decae en su vigencia. Por seguir a alguna celebridad en redes sociales, nos sentimos miembros de su entorno. Y creemos en la fantasía de que por hacerle un comentario, ponerle un like o retuitear sus posteos, entraremos en la consideración de ese famoso. Aquello que la radio, la prensa y la televisión promovían, es ahora multiplicado por las nuevas tecnologías, que además nos instan a convertirnos nosotros mismos en estrellas, al subir nuestras fotos y videos para que todos nos vean.
Uno de los últimos grandes ídolos de la era analógica surgidos a través de la televisión abierta en la Argentina, es Marcelo Tinelli. Producto típico de la década del noventa, su programa (que fue variando de nombre, de formato y de elenco con el correr de los años) lo presentaba como el típico emergente de un estrato social medio, que cobraba fama gracias a la tele y cumplía el sueño de transformarse en un millonario, de vivir rodeado de las mujeres más deseadas y de mofarse de todo y de todos, incluyendo dentro de ese espectro a un primer mandatario.
Tuvo su club de vóley, su club de fútbol, su club de básquet. Sólo le faltó ser titular de la AFA. Y, como ocurre en estos casos, terminó rodeado de una corte de aduladores que le fueron festejando durante décadas todo lo que hacía. Su personalidad funcionaba como un imán: era el canchero que hacía las bromas más pesadas, estaba autorizado a cortarle las polleritas a las bailarinas e invitarlas a pasar al legendario cuarto piso, era temido por los políticos y amado por los anunciantes, era ese winner con el que todos debían identificarse.
A casi 30 años del comienzo de su ciclo fundacional en la medianoche, ahora Marcelo Tinelli dejó entrever que no descarta la posibilidad de presentarse como candidato a presidente de la nación, si alguien se lo propone, justo cuando su estrella parecería empezar a menguar en su brillo. Y es que, a falta de proyectos políticos y de ideologías sustentables, lo que prima en el mundo es la aristocracia de los célebres. Un gobierno encabezado por aquellos que, experiencia vicaria mediante, han establecido una cercanía tan estrecha con los electores, que se saben autorizados a pedirles su voto.