Por Pablo Esteban Dávila
Faltan 48 horas para las elecciones legislativas que comenzarán a configurar el mapa político argentino del futuro. Puestas sobre el papel no parecen ser gran cosa: sólo se eligen legisladores nacionales y, cualesquiera fuesen sus resultados, nada hace prever que la composición relativa del Congreso se altere sustancialmente.
Cambiemos continuará siendo la primera minoría en Diputados (pero sin quórum propio) y el peronismo seguirá liderando Senadores. Esto significa que, a partir del 10 de diciembre próximo, la coalición gobernante seguirá obligada a negociar los grandes temas con la oposición como lo estuvo haciendo hasta ahora.
No obstante, aparece sobre el horizonte una novedad de nota: será la primera vez desde 1985 que un gobierno no peronista logra triunfar en elecciones de medio término. La novedad se hace aún más notoria cuando se advierte que el actual período presidencial se encuentra acotado a cuatro años, dos menos del que gozaba Raúl Alfonsín en su primer desafío legislativo tras la restauración democrática. El detalle escapa a la mera estadística. Mientras que el radical logró triunfar cuando promediaba un tercio de su mandato y sin reelección, Mauricio Macri podría hacerlo a la mitad del suyo con esta posibilidad a la vista.
La perspectiva de un presidente que no proviene del justicialismo sea reelecto o que, al menos, condicione decisivamente el proceso electoral es lo suficientemente relevante como para calificar a las actuales elecciones de históricas. El triste episodio de Santiago Maldonado, que por estos días tiñe de incertidumbre al país, no parecería estar impactando en la intención de voto. Todo parece indicar que el oficialismo tiene asegurado un claro triunfo en los principales distritos.
Justo es decir que, tan sólo seis meses atrás, esta certeza no parecía en absoluto evidente. El gobierno venía de cometer una serie de errores no forzados, más propios de diletantes que de experimentados hombres de Estado. La economía, además, no daba seguridades de que su reactivación fuera inminente, agregando la cuota de zozobra a muchos sectores que, amén de desear un cambio, necesitaban también llevar el pan a la mesa.
Pero, lentamente, muchas cosas se fueron alineando en la mira de la Casa Rosada. Quizá una de las más notables fue la decisión (incentivada por la estrategia de Jaime Durán Barba) de Cristina Fernández de presentarse como candidata a senadora en la decisiva provincia de Buenos Aires. La perspectiva de tener como contrincante principalísima a la expresidente hizo que los estrategas oficialistas se frotasen las manos. Era esa la excusa para nacionalizar una elección que, hasta aquel entonces, no tenía un argumento central que atravesara íntegramente al debate nacional.
Como si fuera una prolongación de la campaña de 2015, Cambiemos sólo tuvo que desempolvar los tamboriles y volver a batir el parche sobre la verdadera naturaleza de estos comicios, que no resultó ser otra que la de enterrar al pasado y consolidar el cambio que, nominalmente, sólo el presidente y sus espadas representan. Es tanta la tirria, tanto el temor que produce un eventual retorno al poder del kirchnerismo que muchos electores, aún aquéllos tibiamente opositores, decidieron dar un nuevo voto de confianza a Macri. Esto pudo verse claramente en la PASO, y es altamente probable que funcione incluso de mejor modo el próximo domingo.
Esta nacionalización un tanto forzada (es un hecho que los K son minoría en casi todos los lados y que en el único lugar que conservan cierta fortaleza es en el conurbano bonaerense) hizo que justos pagaran por pecadores. Uno de ellos fue el cordobés Juan Schiaretti, aferrado a su gestión provincial y huérfano de referentes nacionales. Para colmo de males, la abdicación de José Manuel de la Sota lo privó, en el amanecer del proceso electoral, de un discurso que intentara romper con la polaridad “cambio versus pasado”, inistalada con tanto éxito desde la Capital Federal.
Esta limitante determinó que el gobernador saliera mal parado en agosto. Unión por Córdoba no supo imponer su propio discurso y quedó en tierra de nadie desde la semiótica política. No estuvo ni con el cambio ni con el pasado, a pesar que Schiaretti y su antecesor fueron, paradójicamente, de los más tenaces opositores a Cristina. Algún variante pudo advertirse en la reciente campaña, cuando se enfatizó que aquí no se elige ni presidente “ni presidenta” y que, a quedarse tranquilos, “con Mauricio” se continuará trabajando por la provincia.
Habrá que ver si esto alcanza para mejorar la reciente performance, pero da la sensación que la renovación del mensaje llegó un poco tarde. Héctor Baldassi se encamina a un triunfo, aunque en los mentideros políticos se descrea que la victoria tenga algo que ver con su talento para enamorar a los votantes. En cualquier caso, es evidente que la imagen de Macri todo lo puede en el distrito, al menos por ahora y más allá que su referente no acierte a enhebrar demasiadas ideas de corrido.
Es interesante hacer notar que, así como el gobierno nacional se juega una partida verdaderamente trascendente, no ocurre lo mismo con el provincial. La previsible derrota de Unión por Córdoba, no importa por cuanto margen, no significa el ostracismo político del gobernador ni la simétrica entronización de Baldassi o de cualesquier referente de Cambiemos. Las mismas encuestas que señalan el predominio macrista también advierten sobre la alta imagen de Schiaretti quien, sobre el final del año próximo, tendrá muchos logros que mostrar. Así como plebiscitar su gestión ahora parece un tanto inverosímil, hacerlo dentro de dos años será lo más natural del mundo. Sin proyección extramuros a la vista, el gobernador pretende seguir siéndolo y emular, de tal modo, los tres mandatos no consecutivos de De la Sota.
Así están las cosas. De triunfar Cambiemos el domingo, y especialmente si lo hace en Buenos Aires, las puertas de la reelección del Presidente quedarán abiertas, máxime al considerar que la economía al fin muestra, ya sin dudas, que llegó el momento de las buenas noticias. El kirchnerismo, por su parte, profundizará su tendencia a la marginalidad, tanto electoral como política. Nada bueno parece augurar el futuro a esta expresión que gobernó al país, por más de una década, con una mezcla de progresismo de cotillón y persistente cleptomanía.
Las expresiones del peronismo anti K, finalmente, no la pasarán bien, tironeadas como lo están entre Cristina y Mauricio. Sin embargo, nadie debería hacerlas pobre; son muchos los distritos que manejan y, en muchos casos, lo hacen razonablemente bien. Afortunadamente para el sistema político los electores se han acostumbrado a diferenciar entre los grandes proyectos nacionales y las más pedestres -pero no menos importantes- gestiones territoriales. Esta particularidad determina, al fin y al cabo, buena parte de los relevos que cualquier democracia moderna requiere lo cual es una noticia tan buena como que una administración distinta a las del PJ aspire con realismo a culminar su mandato y, por qué no, a prolongarla durante otro período.