Por Pablo Esteban Dávila
Ramón Javier Mestre está de buen ánimo. Razones no le faltan. Gracias a un ingenioso y bien planificado sistema de transporte de emergencia logró desarticular el prolongado e incomprensible paro impuesto por algunos delegados de la UTA. Hacía mucho, pero mucho tiempo, que la Municipalidad no lograba imponer una decisión política a alguno de los tres gremios que dependen de su jurisdicción. Ahora se dispone a facturar su victoria cada vez que le sea posible.
Una de las primeras acciones que ha pergeñado es el llamado a una consulta popular “ómnibus” –el adjetivo es realmente apropiado– que versará sobre cuatro puntos:la declaración del transporte urbano como servicio esencial, la reglamentación de las asambleas de empleados municipales, la difusión de información a través del portal de Gobierno Abierto y la descentralización del municipio. La idea original fue contemporánea al anuncio del diagrama de emergencia (la comunicó también el pasado domingo) pero, hasta ayer, no había pasado de una genérica bravata política. El inicio del trámite en el Concejo Deliberante indica que el tema viene en serio.
El intendente tiene derecho a maximizar su posición por todos los medios, con el previsible límite de la conveniencia. Y, en este punto, no es menor preguntarse si tiene sentido llevar a cabo semejante consulta a la luz de lo ocurrido. Dicho sea en otras palabras: se trata de imaginarse si, en términos políticos, Mestre ganará prestigio o si lo perderá después de pedir la opinión de sus vecinos.
El resultado no es relevante. Nadie discute que las respuestas que interesan al municipio serían las amplias favoritas entre los votantes. Pero no es lo mismo ganar después que haya votado el 60% o más del padrón que hacerlo con apenas el 20% o menos que eso. Descontado el resultado estricto de la consulta, la cantidad de personas que participen es lo que realmente importa.
Hay antecedentes que sugieren prudencia. En las elecciones municipales de septiembre 2007 (la misma fecha de elecciones a gobernador), Luis Juez impulsó una consulta en la que se preguntaba “¿Usted está de acuerdo con el Contrato suscripto por el Gobierno Provincial con Aguas Cordobesas?”. Aunque el proceso fue lamentable desde su inicio (hubo un previo intento escandaloso en diciembre de 2006 en la ya célebre Tiendas Mechy del impresentable Jorge León, la pregunta era inapropiada y el municipio no tenía jurisdicción sobre el servicio), su principal demérito consistió en que casi nadie participó del experimento. Apenas un 15% del padrón habilitado tomó parte en la votación, sepultando con la indiferencia una iniciativa que, supuestamente, trataba sobre un tema fundamental.
La explicación a este tipo de comportamientos es sencilla. La gente, simplemente, detesta que la utilicen. Una cosa es recurrir a una consulta para cerrar una cuestión que, por las razones que fueran, se encuentra abierta, y otra muy distinta es hacerlo por asuntos que ya están cerrados o cuya resolución depende mayormente de la competencia de los funcionarios.
El tema del transporte se encuentra inscripto en esta última posibilidad. Es obvio que se trata de un servicio esencial, y la Legislatura acaba de votar una ley específica en su última sesión. También es de sentido común que, por más huelga que haya, algún servicio mínimo debería existir porque nadie en su sano juicio podría suponer que la UTA o el gremio que fuere tuvieran el derecho supra constitucional de violentar todos los derechos de terceros sin ninguna consecuencia legal. El consenso colectivo sobre que así debe ser existe y no parece que sea necesario indagar demasiado al respecto.
No obstante estas certezas, la UTA (y también el SUOEM, por supuesto) no ha vacilado en hacer paros y dejar la gente a pie cada vez que lo creyó necesario. Tampoco acató conciliaciones obligatorias ni ilegalidades varias aunque la ley la obligara a respetarlas. ¿Por qué debería entonces amedrentarse ante una consulta popular cuyos resultados se conocerían de antemano y que seguramente serán olvidados a los pocos días de realizada? Es penoso decirlo, pero los choferes están lejos de mostrar algún temor republicano por las normas estatutarias o por la voz del pueblo.
Lo que sí temen es a los despidos con causa, como cualquier trabajador. Esta es la lección que dejó la huelga de los delegados. Cuando se combinan las torpezas propias y los aciertos de los poderes públicos (como fue este el caso) el sistema legal ofrece entresijos legítimos para poner las cosas en su lugar. No hace falta consultar a nadie para hacer lo que se hizo porque, afortunadamente, la sociedad tiene un consenso implícito sobre que la Ley debería aplicarse siempre, se trate de quién se trate. Esta vez la situación es exactamente esta: el debate ahora es entre los propios choferes y sus supuestos líderes por la situación en la que los han dejado y no entre la ciudad y los usuarios. Es, sin dudas, un avance.
Además, los consensos de la clase política, largamente exteriorizados durante el conflicto, pueden volverse menos densos a medida que el intendente pretenda sacar provecho en soledad de un esfuerzo que muchos suponen compartido. Tómese el caso de Unión por Córdoba. El gobernador, jefe máximo de la coalición oficialista, fue un activo participante en el “Club del Orden” y, de hecho, propició la sanción en tiempo récord de la referida ley de “garantías para la prestación mínima de servicios en caso de conflictos laborales” que, no hace falta decirlo, beneficiará a Ramón Mestre más que a ningún otro intendente. Sin embargo, sus espadas en el Concejo Deliberante no están dispuestos a acompañar al Departamento Ejecutivo en su pasión plebiscitaria.
Su razonamiento es primario, aunque no exento de sentido común. Si el intendente quiere hacer una consulta pues que la haga por su cuenta, sin prenderse de los fondillos de las elecciones de octubre. De lo contrario, razonan, proclamaría la participación como un éxito propio cuando, en verdad, poco habría tenido que ver. No hay que olvidar que, desde el punto de vista institucional, tanto el peronismo como el radicalismo de Córdoba son fuerzas del sistema pero que, cuando operan las claves de la política, ambas son capaces de competir a fondo y sin dar ventajas. Apoyar a Mestre en una crisis es una suerte de autodefensa, pero hacerlo cuando el hombre quiere capitalizar sus éxitos, aunque la causa sea nominalmente sensata, es algo muy diferente.
Preguntarle a la gente siempre es bueno, pero no puede ser un atajo para exorcizar la impotencia propia o evitar recurrir a la ley con las herramientas que el orden democrático provee a los gobernantes. Pero, además, puede ser un arma de doble filo cuando se la utiliza en ocasiones en las que no hacer falta recurrir a ella. Luis Juez en 2007 y, más recientemente, los casos del premier David Cameron (Brexit) y el presidente Juan Manuel Santos (rechazo al acuerdo con las FARC) así lo demuestran.