Por Daniel V. González
El Concilio Vaticano II fue iniciado en 1962sobre la base de una propuesta realizada en 1959 por el recién elegido Papa Juan XXIII, con la idea de formular un remozamiento generalizado de la fe católica, en todos sus aspectos. El “aggiornamento” abarcaría desde la liturgia hasta el vínculo de la Iglesia con la sociedad.
Las ideas sociales que manaron del Concilio están sintetizadas en uno de los documentos emitidos como producto de sus prolongadas deliberaciones: la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, que abre la puerta a un amplio debate social en el seno de la propia Iglesia.
Los enunciados y señalamientos sociales del texto revelan la temática económica que preocupaba en la época, las ideas prevalecientes en esos años y también la diversidad de matices existentes en el seno de la Iglesia católica en ese momento (diciembre de 1965).
Para esa época estaba ya en plena vigencia el debate sobre la necesidad de industrialización de los países atrasados. Para los analistas y economistas, el mundo se dividía entre naciones ricas y naciones pobres, condición que habitualmente se identificaba con la industrialización y el monocultivo, respectivamente. El documento del Concilio lo expone de este modo: “Cada día se agudiza más la oposición entre las naciones económicamente desarrolladas y las restantes, lo cual puede poner en peligro la misma paz mundial”.
El texto toma distancia de los dos sistemas económicos prevalecientes: el capitalismo y el socialismo. Esta definición permanecerá a lo largo de los siguientes pronunciamientos realizados a través de las Cartas Encíclicas de Pablo VI y Juan Pablo II. Dice la Gaudium et Spes: “No se puede confiar el desarrollo ni al solo proceso casi mecánico de la acción económica de los individuos ni a la sola decisión de la autoridad pública. Por este motivo hay que calificar de falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre de una falsa libertad, como las que sacrifican los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción”. Ni capitalismo libérrimo, ni socialismo autoritario.
Una de las características de este texto y que no siempre aparece en los pronunciamientos de la Iglesia es el claro vínculo que se establece entre el aumento de la producción y la mejora de las condiciones de vida de los más pobres y necesitados. Propone, por ejemplo, “ayudar a los labradores para que aumenten su capacidad productiva y comercial, introduzcan los necesarios cambios e innovaciones, consigan una justa ganancia y no queden reducidos, como sucede con frecuencia, a la situación de ciudadanos de inferior categoría”. Y agrega: “los propios agricultores, especialmente los jóvenes, aplíquense con afán a perfeccionar su técnica profesional, sin la que no puede darse el desarrollo de la agricultura”.
Con una tónica similar, más adelante afirma que “de aquí se deriva para todo hombre el deber de trabajar fielmente, así como el derecho al trabajo”. Apunta también un concepto sobre la retribución de los trabajadores: “la remuneración del trabajo debe ser tal, que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común”. Estas ideas, que incluyen el esfuerzo personal, la productividad y las condiciones de la empresa ya prácticamente han desaparecido de los textos de la Iglesia, más volcados hacia un énfasis sobre la distribución de la riqueza más que a potenciar su generación.
A tono con la época, Gaudium et Spes aborda el tema de la difusión de la propiedad rural, la llamada “reforma agraria”, aunque no la denomina de este modo. Dice: “La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes externosaseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para la autonomía personal y familiar y deben ser considerados como ampliación de la libertad humana”. Y más adelante aclara: “El derecho de propiedad privada no es incompatible con las diversas formas de propiedad pública.”.
Es probable que el capitalismo en su versión europea, atravesado por limitaciones, reglas y condicionamientos, sea el modelo más cercano al pensamiento de la Iglesia en esos años sesenta, de plena Guerra Fría y donde la Unión Soviética y el mundo socialista, por un lado, y los Estados Unidos, por el otro, se identificaban como los polos de un orden mundial lleno de tensiones e insatisfacciones.
El texto del Concilio aborda temas muy importantes y lo hace con enfoques osados, si tenemos en cuenta el nivel de generalidad que habitualmente tiene la palabra de la cumbre de la Iglesia Católica. Hace una distinción entre los beneficios para la población presente y la futura, algo que leído con clave actual, apunta al corazón del populismo. Señala, como objetivos de las inversiones, “prever el futuro y establecer un justo equilibrio entre las necesidades actuales del consumo individual y colectivo y las exigencias de inversión para la generación futura”.
Uno de los temas más controversiales de este texto es el referido al destino universal de los bienes de la tierra. Su inclusión y su tono, en cierto modo irrumpen y quiebran una cierta armonía que existe en el resto del escrito. El “destino universal”, desde su denominación misma, hace abstracción de otros puntos señalados, como es el esfuerzo individual, la capacidad de innovación y tecnificación, la necesidad de inversión, el aumento de la productividad, etc. Esta vía de pensamiento alcanza su expresión más reveladora cuando dice: “Quien se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí”. Este concepto, en una pluralidad de interpretaciones posibles, abre la puerta a lecturas violentas en lo político o cuanto menos, violatorias de leyes y normas en la vida cotidiana.
En todo caso, esta diversidad de matices no hace sino revelar la coexistencia de distintos humores y puntos de vista en el seno de la Iglesia, situación que permanecería a lo largo de los años por venir.