El derecho a la inmortalidad o al fracaso

La editorial porteña Añosluz acaba de editar “El oficio”, de Sergéi Dovlátov, un texto luminoso pese a la mucha oscuridad que narra. Traducido por Irina Bogdaschevski, refiere los períodos soviético y norteamericano de la vida del autor, fallecido en Nueva York en 1990. Una lectura altamente estimulante.

Por Gabriel Abalos
gabrielabalos@gmx.com

Sergéi Dovlátov, un escritor lúcido y visceral.

He aquí un libro que todo aspirante a escritor debería leer, así como los escritores en general y sin duda los lectores de literatura. En este libro, el autor ruso Sergéi Dovlátov dedica sus páginas a lo que enuncia el título: El oficio. Un oficio, en su caso, que fue poderoso en términos de producción, pero cuyo fruto fue condenado a la no edición en la Unión Soviética, ya que le fue arrebatado “el derecho imprescriptible (…) de publicar lo escrito”; “el derecho a la inmortalidad o al fracaso”.
Para todos aquellos que se crean poco reconocidos en términos literarios, o que no tuvieran al menos la satisfacción de que su obra haya visto la luz de la página impresa, la experiencia de Dovlátov servirá como un recordatorio de un grado de negación que ni siquiera la frialdad o la insensibilidad de medios literario como los que nos hemos acostumbrados a ver, puede remedar o empatar. Frente a la negación ciega del régimen soviético, construido en base al miedo, alimentado por el miedo y también estropeado por el mismo miedo, la realidad editorial que nos rodea es comparable al paraíso.
“¿A quién le puede interesar las confidencias de un escritor fracasado?” Así comienza Dovlátov su relato, un libro autobiográfico que reúne dos tiempos históricos determinantes del autor: su proceso de autoconstrucción como escritor y el choque de su obra contra la negación sistemática de su publicación en la Rusia donde nació en 1941 -en Ufá, capital de la República Autónoma Socialista Soviética de Bashkiria- y vivió hasta que en 1979 emigró a los Estados Unidos; y, precisamente, su residencia en Nueva York desde ese año hasta su muerte en 1990.
Un escritor que se juzga lejos del genio, pero provisto de un genio que cualquier lector lo suficientemente prevenido no puede desconocer, Dovlátov se vio obligado a una mirada cínica, y una visión a la vez iluminada sobre la impotencia a la que fueron conducidas generaciones de intelectuales y literatos rusos.
Ya conocimos, a través de su libro La reserva Nacional Pushkin, el estado de frustración y desesperanza a que lo condujo la negación maquinal y la censura del régimen. Su refugio en el alcohol, casi al final de una biografía desechada por su propio país. En El oficio da cuenta de su historia literaria desde el comienzo sin ninguna pretensión, salvo la de pulir ese oficio, participar de los círculos literarios de su generación azotada por la censura y por la constante devolución de manuscritos con pretextos hipócritas y a veces, estultamente sinceros. Es posible palpar en su escritura la lucidez inclaudicable, su realismo ni socialista ni capitalista, sino más bien una capacidad de tomar conciencia a cada momento de las posibilidades que la realidad obstruye, desalienta y desvía hacia la impotencia.
El lector se encontrará aquí con un sentido del humor refinado. Asistirá al encuentro con los poetas de Leningrado como Rein, Naiman, Brodksy, Wolf; la figura de Iosif Brodsky quien “después de desplazar a Hemingway, se transformó en mi ídolo literario”, y a cuyo lado “los demás jóvenes inconformistas parecían personas de otras profesiones”. Su servicio militar como guardia de los prisioneros de un campo de trabajo, donde descubre que “los prisioneros del régimen de extrema seguridad y sus guardias se parecen desmesuradamente”, experiencia que dio material para el libro La Zona, prohibido ipso facto. Su aceptación en el grupo literario de “Los Ciudadanos” y su firme capacidad de “llegar para el postre”. El constante envío de originales a editoriales y la permanente respuesta: “Nos gusta – Lo devolvemos”. Su afición básicamente rusa por el alcohol, su judaísmo. Sus intentos fracasados de escribir para el cine, y su hartazgo de Leningrado que lo llevó a residir durante algunos años en Estonia, donde ejerció el periodismo, siempre su oficio paralelo, con el que se ganó la vida. Y al cabo la siguiente frustración y la vuelta a empezar. Finalmente, su única salida: emigrar, como tantos otros.
Los episodios de su vida norteamericana no tienen desperdicio, ni tampoco su lúcida mirada sobre la inmigración rusa y los prejuicios desarrollados por ésta. Instalado en una de las colonias rusas en Nueva York, mientras su mujer consigue trabajo en un diario que se publica en ruso, él que como muchos no habla inglés, cuenta: “Me pasé seis meses acostado en el diván. A veces me visitaban amigos y se acostaban en el diván de al lado. Teníamos tres divanes, todos de colores distintos. Nuestra ocupación predilecta era insultar a los norteamericanos”. Entre los defectos de éstos se cuenta el beber vodka en copitas como tapitas de dentífrico; reemplazar la charla con amigos por el abogado o el psicoanalista. O declarar: “¡Nada de tristeza universal!”.
Junto a otros inmigrantes, consiguen publicar un segundo periódico en ruso, Zérkalo (El Espejo), que conoce gran arraigo en una amplia comunidad, y ofrece un arco de temas y puntos de vista, pero que no rinde ni un peso a sus trabajadores. También consigue una traductora, una hija de rusos bella “como un Botticelli”, que finalmente lo lleva a la publicación y mediana aceptación de sus obras.
La vida en los Estados Unidos, tras cruzar el océano, no resulta un paraíso. Porque la libertad, en suma, carece de ideología: “La libertad es como la luna que ilumina con indiferencia el camino del depredador y el de la víctima”.
El libro es delicioso de leer. Es inspirador, contagia lucidez. La escritura de Dovlátov –en palabras de Kurt Vonnegut, es una “mezcla perfecta de ácido sulfúrico y elegancia en el patíbulo”.