Por Pablo Esteban Dávila
Si se considera la variable de la concurrencia, la marcha del primero de abril debería ser calificada como un éxito. Desde la política, sin embargo, la cuestión no queda del todo clara.
¿Fue un apoyo explícito al gobierno de Mauricio Macri o un repudio a Cristina Kirchner y a todo el imaginario que la rodea (piquetes, Baradell, Bonafini y un largo etcétera)? Como siempre ocurre con las convocatorias vertebradas a través de redes sociales, sin liderazgos claros y con multiplicidad de consignas, los beneficiarios se difuminan. Es como si las multitudes celebraran un éxito colectivo, una especie de ritual de autoafirmación. Termina siendo tan importante el hecho de congregarse como el motivo por el cual se justificó la reunión.
Este es, precisamente, el punto por el cual es difícil señalar la vocación oficialista de la “marcha por la democracia”. Las miles de personas que asistieron tenían motivaciones diversas. No infinitas, por cierto, pero lo suficientemente plurales como para que no pueda hablarse, en propiedad, de una manifestación 100% a favor de las políticas que lleva adelante el Gobierno.
Algunos manifestantes lo hicieron para defender la democracia y la República. Observaron (probablemente con razón) que los personeros del kirchnerismo intentan llevarse puestas las instituciones, ahora desde el llano. Estuvieron unidos por el espanto. Otros, en cambio, marcharon para expresar su apoyo al presidente o a María Eugenia Vidal, el nuevo blanco de los partisanos de Cristina. Es imposible precisar en qué proporciones se mixturaron estos deseos, pero lo que queda claro es que los movilizados pertenecen a los mismos sectores que, en los años anteriores, plantaron bandera en contra de las desmesuras del proyecto “Nacional & Popular” en una decena de ocasiones desde 2012.
Esta continuidad sociológica hace que, en rigor, la Casa Rosada no pueda reclamar absolutamente para sí el mensaje proferido en la Plaza de Mayo y en importantes ciudades del país. Por supuesto que es lícito que se lo apropie (sería de un imperdonable diletantismo que no lo hiciera) pero, desde el punto de vista de la honestidad intelectual, las espadas de Cambiemos saben que es un préstamo simbólico que no se corresponde totalmente con lo sucedido.
No hace falta demasiada perspicacia para entender el punto. En momentos tan tardíos como el viernes anterior a la manifestación, en el gobierno se dudaba entre apoyar o despegarse de la movilización. Sin líderes convocantes, ni logística ni consignas unificadas, el asunto podía terminar en un fiasco colectivo. Esto explica la prudencia y el recato con que se celebró el éxito de la parada. Si se la hubiera organizado desde el poder el júbilo subsiguiente hubiera sido enorme, así como también su significado político. Pero las masas que desfilaron tan pacífica como criteriosamente tuvieron la conciencia propia de las redes sociales, esto es, un público intimismo que no puede ser descifrado en plenitud por el código político, binario por naturaleza.
Cierta confusión en el mensaje es, por lo tanto, inmanente a la metodología de la espontaneidad. Pese a ello, buena parte de los analistas sentenciaron ayer que la gente había respaldado unívocamente al gobierno. Un artículo en La Nación creyó encontrar un antecedente histórico en la marcha que apoyó masivamente a Carlos Menem en 1989, cuando su administración protagonizaba un severo ajuste tras el descalabro heredado de Raúl Alfonsín. La comparación, sin embargo, no es adecuada. Aquella vez existió un convocante definido, el periodista Bernardo Neustadt, y un propósito claro: demostrar que las políticas de privatizaciones y desregulación económicas que se llevaban adelante gozaban de apoyo popular. No había segundas lecturas para las multitudes que poblaron la Plaza de Mayo por entonces. No es éste el actual caso.
No obstante, el resultado práctico para Macri es igualmente balsámico. Tras semanas de recibir duras críticas y con conflictos por doquier, miles de ciudadanos ser volcaron a las calles para hacer sentir su voz, con tonos especialmente dulces para los oídos presidenciales. Cualesquiera hayan sido las motivaciones individuales de los manifestantes, terminaron siendo funcionales al oficialismo. Esto es lo que cuenta, especialmente cuando en pocos días habrá un paro general decretado por la CGT y que tratarán de aprovechar los grupos de izquierda con pocos votos pero con fuerte activismo. La antigualla ofrecida por personas comunes, con convicciones políticas sin dudas republicanas, contra grupos de presión que pretenden rivalizar por el poder todo el tiempo y por cualquier método es inestimable.
¿Cómo evitar, en el futuro, las cavilaciones propias de este tipo de movimientos acéfalos? La respuesta es simple: asumiendo su liderazgo. Para que un fenómeno tenga consecuencias políticas perdurables no sólo tiene que ser masivo, sino también tener conducción visible. Esto implica agregar la dimensión vertical a expresiones genéticamente horizontales. La horizontalidad no conduce a la institucionalización y, sin ella, las consecuencias a largo plazo se diluyen en miles de voliciones personales.
El ejemplo de los indignados españoles es claro, aunque en un sentido contrario a lo sucedido en la Argentina. Hasta que Pablo Iglesias no impuso una organización, la bronca de miles de personas contra el Palacio de la Moncloa se diluía al poco tiempo de cada protesta, como las olas que rompen contra los muelles consolidados por el tiempo. Sólo con la irrupción de Podemos, un partido antisistema pero partido al fin, esa expresión social tuvo un correlato político. Afortunadamente para España aquella marea parece estar en su reflujo, pero esa es harina de otro costal. La lección, en todo caso, excede las ideologías: la política exige liderazgos siempre, aunque en ciertos momentos haya tendencias aluvionales que sugieran que lo espontáneo o el arrebato ciudadano pueda soslayar la necesidad de un conductor.
Esto significa que si el macrismo –timorato como lo fue para liderar esta expresión popular que resultó tan conveniente a sus intereses– se hubiera puesto al frente de la movida, su significado político sería pétreo y no un distrito de los analistas como lo es ahora. Tuvo suerte, pero no debería abusar de ella. Las redes sociales tienen un humor voluble y, así como hoy colaboraron con la Casa Rosada, mañana pueden cambiar de opinión. Para la política sigue siendo un valor inestimable gozar de apoyos irrestrictos durante todo el tiempo y sin que existan dudas sobre su propósito último: mantenerse en el Poder y gozar de mayor proporción de gentes que amen a sus gobernantes por sobre los que los detesten. Maquiavelo lo dijo sin vueltas hace quinientos años atrás, y ni Facebook ni WhatssApp pueden reemplazar esta certeza.