Por Daniel V. González
Peguemos ahora un salto en el tiempo. Pasemos al siglo XXI. Ahora tenemos lo que en periodismo se llama “el diario del lunes”. Ahora, cuarenta años después, podemos cotejar aquellas ideas de los setenta con la realidad; nuestras presunciones de ese tiempo con el rumbo que efectivamente tomó la historia. Tenemos ya la suficiente perspectiva como para poder evaluar si en los setenta estábamos o no equivocados. O mejor y más preciso: si los acontecimientos posteriores transitaron por la ruta que habíamos previsto cuando éramos jóvenes y aspirábamos a cambiar el mundo.
Pues bien: el mundo no marchó hacia el socialismo, sino todo lo contrario; el socialismo se derrumbó, implosionó. La Unión Soviética introdujo cambios decisivos a partir de 1985, con Mijail Gorbachov. En 1989 cayó el Muro de Berlín y toda Europa del Este se transformó en un tembladeral que rápidamente sucumbió. La URSS se deshizo, cada una de las repúblicas que la integraban recobró su soberanía. Cuba comenzó a languidecer durante el “período especial” que se inauguró a partir del cese de la llegada de fondos soviéticos. Además, China comenzó a ser noticia cuando los cambios implementados por Deng Xiao Ping a partir de la muerte de Mao y la derrota de “la banda de los cuatro”, comenzaron a producir resultados palpables.
Pero, además de todo ello, los regímenes populistas se hundieron uno a uno sin pena ni gloria. Sin embargo, el populismo sobrevivió y alcanzó un nuevo status tras el fracaso del socialismo. Es que en cierto modo, el populismo es una suerte de socialismo vergonzante, que avanza tanto como puede, que arrasa las libertades tanto como lo dejan pero que termina también en un desastre económico completo, tal como puede verse por estos días en Venezuela.
En los setenta pensábamos que estábamos viviendo “los coletazos finales del capitalismo mundial”. No fue así. Lo que se hundió fue el socialismo y por razones propias, por su propia dinámica interna, porque su funcionamiento llevaba implícito (ahora puede verse) ese destino inexorable.
Fueron los chinos los que retomaron la teoría originaria de Marx en el sentido que el socialismo en todo caso llegaría recién como consecuencia de una saturación de capitalismo. Con este enfoque justifican los cambios habidos desde 1979 y la coexistencia de una conducción política centralizada con amplios y crecientes espacio donde es el mercado y la iniciativa privada quien tiene la palabra.
El socialismo no pudo resolver dos grandes temas que lo cercaron desde un principio. Uno, el de la libertad. El socialismo necesita poder concentrado, partido único y la existencia de un líder infalible e indiscutible. Quien pueda opinar distinto es un enemigo de la revolución y debe ser encarcelado o fusilado. El debate político desaparece pues quien piensa de un modo diferente se calla pues corre peligro, él y su familia, de dura represión si hace conocer su punto de vista en disidencia. Así, el poder se concentra en una sola cabeza cuyas opiniones nunca son discutidas ni los errores nunca son observados o señalados.
Durante muchos años, la izquierda consideró esta carencia de democracia y libertad como un detalle de menor importancia. Lo verdaderamente decisivo, se decía, era sacar de la miseria a miles y millones de personas. En todo caso, las libertades individuales eran una demanda y un fetiche de la clase media intelectual. Los trabajadores no tenían problemas en actuar según ordena el líder ya que ellos tienen conciencia y espíritu de trabajo colectivo. Así, se aceptaban los gulags, el trabajo forzado, las hambrunas, los salarios ridículos, la ausencia de libertades individuales, la falta de libertad de prensa y asociación, todo en nombre de un progreso económico que quemaría etapas y en algunas décadas llevaría a los países socialistas a la cúspide de la eficiencia y el poder económico mundial.
Pero el sacrificio de las libertades fue en vano ya que el socialismo tampoco pudo resolver el problema de la producción, el crecimiento sostenido y, sobre todo, el de la productividad. El duro esfuerzo de varias generaciones fue insuficiente. La productividad avanzó mucho más rápidamente en los países capitalistas que en los socialistas. La distancia se ampliaba. La igualdad prometida tuvo lugar en un territorio de miseria y privaciones. La falta de estímulos económicos quedó sintetizada en la conocida frase atribuida a los trabajadores soviéticos: “ellos hacen como que nos pagan y nosotros hacemos como que trabajamos”. La situación se tornó insostenible y finalmente estalló. El socialismo desapareció prácticamente de un plumazo, el paraíso se desvaneció en el aire, la gente se desesperaba por consumir productos occidentales. Las situaciones que se sostenían por el puro ejercicio de la fuerza, cedieron. El socialismo finalmente había desembocado, por un camino largo y sinuoso, en el capitalismo. Algo había fallado en lo que pensábamos en los años setenta.
El peronismo privatista
1989 fue un año con gran fuerza simbólica. No sólo ocurrió la caída del muro de Berlín sino que esa fecha también nos remite a un breve texto del economista John Williamson, conocido como Consenso de Washington, que es tomado como emblema de las políticas liberales que comenzaron a difundirse en todo el mundo.
En la Argentina, ese contexto se corresponde con la llegada al poder de Carlos Menem y el comienzo de un replanteo completo de la política económica. El peronismo volvía al gobierno para deshacer, en gran medida, la asfixiante estructura estatista que venía desde los años cuarenta. La nueva política se asentaba en privatizaciones, desregulaciones, rebaja de aranceles y estabilidad. Hubo grandes resistencias a las privatizaciones.
Cuando Perón estatizó los ferrocarriles en 1947, la oposición dijo que se había pagado mucho por algo que no era más que “hierro viejo”. Ahora que tras décadas de desinversión los ferrocarriles eran efectivamente poco más que chatarra, la oposición y no pocos peronistas se quejaron de que se privatizaban “las joyas de la abuela”.
El peronismo aceptó a regañadientes las nuevas ideas económicas que traía Domingo Cavallo -y que Menem respaldó con decisión-, conscientes de que ellas venían a desmentir los postulados clásicos del movimiento:nacionalizaciones, gasto público excesivo, regulaciones y avance del estado en todos los sectores, descuido de la inflación. Sólo el éxito electoral de Menem pudo frenar las críticas y hacer que todo el peronismo, incluidos los sindicatos, se encolumnaran, aun ceñudos, detrás de Menem.
La Izquierda Nacional entró en ebullición. Había apoyado a Carlos Menem en las elecciones e incluso su jefe máximo Jorge Abelardo Ramos había sido designado embajador en México por el entonces canciller Domingo Cavallo. Todos miraban las privatizaciones con gran desconfianza. No pocos dirigentes históricos del partido de Ramos optaron por retirarse para oponerse al nuevo gobierno. Otros permanecieron pero para ello debieron reacomodar su discurso.
Menem venía a hacer todo lo contrario a lo que siempre la Izquierda Nacional había propuesto en materia económica. ¿Cómo explicar entonces el apoyo? Ramos fue quien puso los argumentos decisivos: con el paso de los años y la desinversión de los gobiernos militares y antiperonistas, las empresas públicas, el gran emblema nacional, se habían hundido en la ineficiencia. Si el estado las conservaba, sucumbiría con ellas. Igual sucedía con el cúmulo de regulaciones económicas que fueron útiles e importantes en otro tiempo. Ahora había que desmontar toda esa maraña que sofocaba la producción. De todos modos, no fue sencillo reorientar el discurso. Ese cambio inevitablemente fue valorado como un giro táctico carente de fundamentos sólidos y sólo aceptable por razones tácticas y conveniencias políticas inmediatas. Esta idea se vio afianzada en los años siguientes, cuando muchos de los integrantes de la Izquierda Nacional que apoyaron las políticas de los años de Menem, se sumaron al kirchnerismo, que era un regreso a las ideas más clásicas del peronismo. No ya a los setenta sino a los cuarenta.