Por J.C. Maraddón
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Quien se proponga determinar el periodo histórico en el que se produjo el apogeo del movimiento punk en el Reino Unido, seguramente rondará el trienio que conforman los años 1976; 1977 y 1978. Es una etapa que coincide con el mandato del laborista James Callaghan como primer ministro, signado por continuas luchas sindicales y revueltas raciales, que calentaron el clima y prepararon el desembarco en 1979 de la Dama de Hierro, Margaret Thatcher, en el número 10 de Downing Street. En esos años de devaluación y deso-cupación, Inglaterra fue escenario de las escaramuzas de la punkitud, que estuvieron protagonizadas por jóvenes marginados del sistema.
Era el contexto político y social más apropiado para dar a luz una movida así de visceral: un imperio en decadencia, que había sido el epicentro de las revoluciones industriales y a cuyos puertos llegaban materias primas de todo el planeta, se veía acosado por oleadas inmigratorias que cambiaban las características de su población. Y por una crisis económica que dejaba fuera del mercado laboral y educativo a una generación completa de hijos de trabajadores, que iban a alistarse en el ejército de rudimentarios músicos dispuesto a adueñarse de la escena musical, a fuerza de pura enjundia.
Por esos mismos años, la Argentina vivía su propia tragedia. Cuando los primeros punkies iniciaban el ritual de clavarse alfileres de gancho por las calles de Londres, por aquí se escenificaba un nuevo golpe militar, que iba a devenir en la peor de las dictaduras. Muy poco espacio para las expresiones artísticas quedó en ese tiempo de masacres y censura, cuyos mentores parecían ensañarse con la juventud, sospechada de subversión implícita. Las fronteras se cerraron a la libre circulación de ideas y de lo que estaba ocurriendo en Gran Bretaña apenas si se sabía gracias a lo que publicaban algunas revistas especializadas.
Sólo quienes tenían la fortuna de viajar a Inglaterra podían dar fe de lo convulsionado que estaba el Reino Unido con estos chicos de crestas erizadas y de canciones que vivaban a la anarquía y a la destrucción. Estribillos que en la Argentina de los años de plomo podían costarle la vida a quien los profiriese. Por eso, y por el carácter revolucionario de la estética punk, no cabía ninguna posibilidad de que hubiese en esa gris y sufriente Buenos Aires una réplica del terremoto sonoro del que daban cuenta las revistas Pelo y Expreso Imaginario.
Uno de esos viajeros que volvió de Europa con las valijas cargadas de discos y nuevos aires, fue Pedro Braun, quien se convirtió a la punkitud y pasó a llamarse Hari-B, seudónimo con el que enviaba cartas a la Pelo proclamando el fin del hipismo en el rock nacional. Su entusiasmo resultó contagioso y muy pronto se trasladó a los escenarios, a través de una formación musical que, poco después, se convertiría en Los Violadores. Con retardo, pero sin perder el empuje, el punk tuvo su eco porteño, en una ola ascendente que hizo eclosión en coincidencia con el retorno de la democracia.
De ese extraño fenómeno da cuenta el ciclo “Punk y Anarquía en la Argentina de los ‘80”, que se desarrolla los lunes a de septiembre las 19 en la Biblioteca Córdoba, con presentaciones a cargo de Carlos Rolando. Mediante la proyección de películas, la iniciativa ofrece un panorama sobre la música y afines que produjeron esos pioneros a los que se cansaron de reprimir desde todos los frentes, hasta que se dieron cuenta de que eran, sencillamente, incorregibles. Fuera de tiempo y lugar, los punks argentinos encendieron la chispa de una rebelión que se había originado en un país… con el que estábamos en guerra.