Por Daniel V. González
Cuando hace tan sólo cinco años aparecía Alfil, vivíamos en un país distinto. Al menos lo era en relación con el poder y las perspectivas que cada uno de nosotros abrigaba respecto del futuro.
Cristina Kirchner estaba en la cúspide misma de su carrera política. Todo el peronismo se alineaba detrás (y, sobre todo, debajo) de ella. Los disidentes todavía no habían aparecido. La crisis del campo había sido superada al menos en sus aristas más confrontativas. Decidido a permanecer en el poder, el gobierno había redoblado el clientelismo político. La inflación había reaparecido pero fue ahogada en su cuna: con la intervención del INDEC, los precios continuaban mostrando moderación en su alza. La corrupción, que ya era evidente, no suponía ninguna consecuencia para el gobierno ya que la inmensa mayoría de jueces y fiscales estaban bajo control. Ninguna causa incómoda prosperaba hasta el límite de incomodar al gobierno. Ya no podía cumplirse el plan original de Néstor, el 4X4 consistente en períodos alternados de los cónyuges que cubrirían al menos 16 años de gobierno. La naturaleza se había encargado de entorpecer ese proyecto pero la partida de Néstor había fortalecido las posibilidades electorales de Cristina. El 54% de los votos obtenidos en octubre, nos decían que era el peronismo, en su versión kirchnerista, quien mandaba en el país con el respaldo de casi 12 millones de votos. No había nada para discutir acerca de cuál era la voluntad de los argentinos en ese momento.
El fugaz “cordobesismo”
A comienzos de septiembre de ese año 2011, el peronismo de Córdoba logró ratificar nuevamente su poder en la provincia. José Manuel de la Sota triunfó sobre Luis Juez y Oscar Aguad y se animó a fundar un pretencioso movimiento: el “cordobesismo” cuya vida fue efímera. Duró hasta los comicios nacionales que ratificaron a Cristina. La proyección nacional de De la Sota tendría que esperar. El reinado kirchnerista aún no había finalizado. Aunque casi ya no lo recordemos, en los comicios de 2011, Sergio Massa formaba parte del kirchnerismo y fue reelegido intendente de Tigre en la misma boleta que Daniel Scioli y Cristina Kirchner. El fenómeno De Narváez, que había hecho tambalear al kirchnerismo en 2009, ya no existía dos años después.
No había dudas: en el horizonte político no había nada que pudiese enfrentar al peronismo K. Claro que estaba la Constitución y la certeza de la finalización del ciclo cristinista en 2015 pero aún ese obstáculo –se pensaba- podía ser sorteado si los comicios de 2013 volvían a ofrecer un resultado holgado a favor del gobierno nacional.
“Vamos por todo”
Con el 54% de las voluntades, Cristina se animó a “ir por todo”, según su propia enunciación. Eso suponía copar la prensa, la Justicia y, por qué no, intentar una nueva reelección cuando llegara el momento. El poder K no parecía reconocer límites.
Con el transcurso de los meses, comenzaron los problemas. Recrudeció la inflación y desembarcó la recesión. La corrupción ya era palpable pero la Justicia impedía que las causas avanzaran. Daniel Scioli atisbó a balbucear que él aspiraba a suceder a Cristina y le saltaron a la yugular todos los intelectuales de la corte y gran parte de las segundas líneas, que no se resignaban a cumplir con la Constitución.
Fue la época del “relato” en su versión más grotesca, de las cadenas nacionales, de las poses de reina y redentora, de las agresiones a la prensa y a la oposición, de las marchas multitudinarias contra Cristina, sin la presencia destacada de ningún dirigente político.
Sic transit gloria mundi
Cuando ya promediaba el ciclo de Cristina, unos se ilusionaban y otros estaban resignados a aceptar lo que parecía completamente inevitable: que sería Daniel Scioli su sucesor. Había dudas acerca de un simple detalle: si accedería al poder en primera vuelta o si sería necesario un ballotage. ¿Macri? Concitaría voluntades pero de ningún modo podía llegar a ganar. Había encuestas que demostraban que, en todo caso, sólo Massa podría derrotar a Scioli en una segunda vuelta.
Las especulaciones rondaban acerca de si el gobernador de Buenos Aires sería completamente dependiente de Cristina o bien se atrevería a manejar él la lapicera del poder.
Otros, más audaces, describían una operación maquiavélica: la presidenta vería con buenos ojos que ganara Macri pues, de ese modo, el pueblo la extrañaría rápidamente y ella volvería al poder ante el clamor popular.
Las previsiones más generalizadas no se cumplieron. Ya la primera vuelta comenzó a insinuar lo impensado: Macri quedó a un paso de la victoria. No sólo eso: Aníbal Fernández –que era número puesto en la Provincia de Buenos Aires- había sido derrotado con claridad por María Eugenia Vidal. Finalmente, el kirchnerismo y sus derivados fueron desplazados del poder por medio del voto popular. El hartazgo y el tufillo de corrupción, narcotráfico y manejo abusivo del poder, dieron por tierra con las ambiciones de perpetuación.
De todos modos, el nuevo presidente quedaba muy limitado. Se decía que Cristina tenía una mayoría propia en ambas cámaras legislativas y que, desde El Calafate, manejaría la política nacional.
Pero esto tampoco ocurrió. El derrumbe fue colosal. El poder K quedó reducido a una caricatura de sí mismo. Los antiguos amigos y aliados tomaron distancia. El peronismo busca olvidar su pasado de obediencia hacia el matrimonio Kirchner e intenta reorganizarse sobre la base de nuevos dirigentes.
Mientras tanto, Mauricio Macri lucha por enderezar la economía a la vez que avanza en los cambios que van delineando un nuevo clima político, donde las instituciones y la división de poderes comiencen a jugar el rol más importante.
Hoy se percibe que vamos en esa dirección.