Por María Viqueira
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Cristina Fernández de Kirchner fue reelecta hace casi cinco años, el 23 de octubre del 2011, con el 54% de los votos. A partir de esa elección, los “militantes” se convirtieron en el soporte fundamental del kirchnerismo, en el entendimiento de que siempre tenían razón porque eran más.
En el acto de cierre de campaña de las elecciones presidenciales, el 19 de octubre, Fernández de Kirchner dio pistas sobre cómo sería su desempeño ante sus seguidores, una audiencia sin interés en la crítica, siempre dispuesta a festejar hasta los discursos más chabacanos y desafortunados y a defender con ferocidad a sus líderes. Se refirió de manera errática a varias personas “anónimas” y a sus luchas (“el pueblo”, suponemos); elogió a Amado Boudou, a quien le agradeció su “alegría, fuerza y trabajo” no sólo como candidato, sino también como ministro de Economía y compañero de “proyecto político”; prometió sin ponerse colorada darle “mayor institucionalidad” al país y, fiel a su estilo, criticó al Poder Legislativo. “Esperemos que el presupuesto que mandé este año ‘me’ lo puedan aprobar”, disparó la oradora, vestida de luto en pleno siglo XXI.
Su perfil personalista y autoritario se consolidó durante su segundo mandato y la tropa –funcional a todos los descalabros de su gestión- fue la clara destinataria del “vamos por todo”. A fines de febrero del 2012, en el acto por el bicentenario de la creación de la bandera, en Rosario, no le rindió honores a Manuel Belgrano, a quien prácticamente ignoró en su discurso: El eje de su alocución fue su fallecido esposo (“él”) y la ceremonia se convirtió en un festejo partidario del Frente para la Victoria.
Casi un año después presentó las iniciativas conocidas como “democratización de la Justicia” y, en ese punto, el mensaje anti republicano implícito en el “vamos por todo” se hizo explícito. En cuatro años, “fueron” por el Poder Judicial y por mucho más, hasta caer en el ridículo de crear una Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional.
Mientras el modelo concentraba el poder, el militante promedio se manejaba con cierto sentido de superioridad, con cinismo, con la calma que sólo puede tener quién renunció a la posibilidad de fiscalizar y se dejó envolver por una estructura que le ahorró el trabajo de pensar por sí mismo.
Ese estilo mortificó a buena parte de la sociedad; en especial, a la que no fue equidistante o a la que no se resignó a vivir como mera ciudadana durante 12 años.
Los insultos que ya eran viejos hace décadas, los sermones contradictorios, simplistas o resentidos, dependiendo de la especie de oficialista con la que se lidiaba, no ayudaron. Debatir con personas que, sobre los números y las pruebas, alegaban un “avanti morocha” fue aflictivo.
Esa ceguera selló la suerte del “modelo”, que nunca promovió una personalidad alternativa ni abrió un espacio democrático, a pesar de las graves denuncias en contra del vicepresidente, de los fracasos y de las sospechas de escandalosos enriquecimientos ilícitos.
La negación no basta para detener el curso de las cosas. Todo tiene un fin y hubo traspaso de mando presidencial, un acto que pudo haber sido el puntapié hacia alguna evolución a la normalidad en los debates, pero terminó en una comedia de enredos, no sin el festejo de nuestros conciudadanos kirchneristas.
Ahora, el comportamiento de la tropa kirchnerista es digno de estudio. Si bien jamás respetó las reglas básicas del razonamiento a la hora de defender a sus referentes, los extremos a los que llegan actualmente algunos miembros genera preocupación; sobre todo, por su status de salud mental.
Todos son “víctimas” y “perseguidos”. Desorganizados, asustados, confundidos, claman por plazas llenas nazi style y por seguir escuchando discursos de dos horas mientras acusan a los nuevos gobernantes de ser fascistas. Sacan el pecho para defender a ex funcionarios ineptos, ladrones y pedantes. Claman por el liderazgo vulgar que los convirtió en no mucho más que alcahuetes. En especial, en el último tiempo.
Como no tienen quien ponga en palabras coherentes lo que quieren enunciar, son torpes, grotescos. Lo que defendieron con ferocidad se cae a pedazos, pero no se rectifican, e insisten con su apego a una referente que, más que líder, parece una prolongación de sus figuras paternas.
La cursilería es otro lugar común al que nos arrastran. Cualquier evento es una oportunidad para que personas maduras que viven directa o indirectamente del Estado desde hace décadas apelen a una emocionalidad propia de una secta, ante jóvenes que las admiran. Es un espectáculo que podrían ahorrarnos: No tiene nada que ver con la democracia; más bien lo contrario, porque la ensombrecen, porque carga a algo saludable como la alternancia de gobernantes y funcionarios de significados que no tiene. Así parece que se perfilan las cosas. Iban por la liberación y terminaron disfrazándose de zombies en los subtes. No sé que esperábamos.