El silogismo contra la mayoría del intendente

Por Pablo Esteban Dávila

crdoba-el-intendente-ra_428941[dc]C[/dc]ampea por estas horas un curioso silogismo pretendidamente “democrático”. Sostiene que, si a Ramón Mestre lo votaron 3 de cada 10 cordobeses, debería tener la misma representación en el Concejo Deliberante, es decir, un tercio. Sin embargo, como a pesar de ello tiene la mayoría (16 sobre 31 concejales) se desconoce la voluntad popular que, claramente, le habría otorgado un número menos de representantes en un esquema de distribución D’Hondt puro. (Nota al margen, es curioso que quienes sostienen el argumento hayan reclamado a viva voz por el triunfo de Juez en 2007 –que sacó un par de puntos más que Mestre– o sean fervorosamente kirchneristas, obviando el hecho que Néstor llegó a la presidencia con el 22% de los votos).
¿Es este razonamiento correcto? Definitivamente no. Ni legal ni políticamente. Veamos.
Desde un punto de vista estrictamente jurídico, la mayoría automática de quien gana una elección municipal viene dada por la vigencia de la ley orgánica municipal 8102, sancionada a finales de 1990. En su artículo 137 establece el llamado “principio de gobernabilidad”, por el cual el intendente que gana tiene la mayor cantidad de concejales, sin importar el porcentaje ni la diferencia de votos que haya obtenido. Las cargas orgánicas dictadas luego de la sanción de aquella norma debieron respetar esta regla. Todas las ciudades que cuentan con una lo observan religiosamente; de lo contrario serían declaradas inconstitucionales.
En general, este principio ha tenido recepción pacífica en el constitucionalismo público provincial argentino a través de diferentes mecanismos. La ley cordobesa no es particularmente distinta a sus similares en otras provincias. En todas campea la convicción del legislador sobre que el que triunfa debe tener la mayoría en el deliberativo.
Una excepción a esta regla –paradójicamente– es la Legislatura de la provincia de Córdoba. Sus integrantes son elegidos por sistema D’Hondt (Artículo 78 de la Constitución provincial), excepto los que provienen de los departamentos, que lo son a simple pluralidad de sufragios a razón de uno por distrito. Esto significa que podría darse el caso de un gobernador que fuera electo y que, no obstante, tuviera la Legislatura en contra. De haber triunfado en 2007, Juez se hubiera enfrentado a este escenario.
Pero los argumentos jurídicos nada dicen (o no lo hacen forzosamente) sobre la legitimidad del principio de gobernabilidad. ¿Es correcto, desde un punto de vista político, su aplicación en los tiempos que corren? ¿No menoscaba, acaso, la representación de las fuerzas que, aún separadas por pocos puntos del ganador, ven menguada en forma notable, sin embargo, la cantidad de concejales propios?
Existen tres posibles respuestas ante la cuestión: la primera, desde la estructura del sistema de partidos; la segunda, desde el sistema político argentino en general y, la última, desde la preservación de la alternancia.
El principio de gobernabilidad fue imaginado para una estructura del sistema de partidos muy diferente a la actual. En el año de la sanción de la ley 8102 existía un bipartidismo sólidamente establecido, con terceras fuerzas esporádicas que orbitaban a cierta distancia de aquel núcleo estable. Conferirle la mayoría automática al ganador se imaginaba como, a lo sumo, agregar un par de concejales extras a la cantidad que, en rigor, le hubiera correspondido de aplicar un D´Hont puro. El resto quedaría para una o, cuando mucho, dos fuerzas más. La propia redacción del mencionado artículo 137 sugiere precisamente eso.
Esa estructura política ha desaparecido, aún más en la ciudad de Córdoba. La dispersión electoral del último domingo ha sido notable (fueron cuatro las fuerzas que consiguieron dos dígitos porcentuales) y, con tal fenómeno, la aparición del silogismo bajo análisis. Sin embargo, es en esta estructura multipolar en donde el principio de gobernabilidad se muestra más sabio que en el mundo bipartidario pues garantiza que, efectivamente, el intendente pueda tomar las medidas establecidas en su plataforma electoral a pesar de la multiplicidad de bloques opositores.
Quienes confieren mayor sabiduría a los cuerpos colegiados con representación proporcional ilimitada ignoran que el sistema político argentino es presidencialista, una característica que, forzosamente, es irradiada hacia las jurisdicciones provinciales y municipales. Piénsese en un sistema parlamentario puro para una ciudad como Córdoba y con la dispersión electoral verificada. Cada decisión debería ser motivo de discusiones y, necesariamente, de acuerdos, a menos que se deseara que ninguna fuera tomada en absoluto. Pero ocurre que la cultura política nacional es refractaria a los pactos legislativos, mucho más cuando se forjan para respaldar iniciativas del oficialismo. La historia tiene tantos ejemplos de mala prensa al respecto que sería ocioso enumerarlos. El resultado de un esquema semejante sería la parálisis o, aún peor, la sospecha. El recuerdo de Daniel Giacomino, en clara minoría tras la deserción del bloque juecista en el 2008, muestra hasta qué punto esta pesadilla podría tornarse en realidad.
Además, muchos olvidan que la ley 8102 establece, en su Sección Segunda, el denominado “Gobierno de Comisión” que es, básicamente, un gobierno municipal parlamentario. Esta posibilidad está vigente desde hace veinticinco años; sin embargo, ninguna localidad adoptó este sistema. Es una prueba contundente sobre lo lejano que se encuentra este concepto de la idiosincrasia política argentina.
El último argumento a favor del principio de la gobernabilidad es, aunque parezca contradictorio, la preservación de la alternancia.
En un sistema de corte parlamentario las mayorías van y vienen, de acuerdo a las coaliciones que se conformen entre los bloques. Es un juego dinámico y dialéctico, al que sus protagonistas se prestan con diferentes grados de entusiasmo y que la opinión pública respeta. Ningún diputado opositor que eventualmente apoye a un gobierno de este tipo consideraría que está rifando su futuro político por tal proceder, como sí ocurriría en la Argentina presidencialista. De hecho, es normal que haya ministros de la oposición en gabinetes de origen legislativo, o que el gobierno caiga por un voto de censura emanado del parlamento. Así funcionan aquellos sistemas, y de nada sirve extrapolar su lógica a estas tierras.
Este es el quid pro quo de la cuestión: si la oposición tuviera en Córdoba una representación del tipo D’Hondt puro debería cogobernar con Mestre, algo ajeno a la tradición política argentina. Si, merced a este cogobierno, al intendente le fuera bien, la propia oposición habría cavado su fosa, garantizando la continuidad del oficialismo; si, por el contrario y a pesar de esto, el Ejecutivo tuviera problemas de gestión, la responsabilidad sería compartida con los concejales que colaboraron a tomar sus decisiones. En ambos casos, la posibilidad de contar con una oposición vigorosa y capaz de desplazar al oficialismo desaparecería peligrosamente, exactamente lo opuesto de lo que pretenden quienes apelan al silogismo anti mayoría mestrista.
Como se advierte, en política las apariencias engañan. Y los improvisados también.