El valor de la palabra

Por Jorge González Schiavi

[dc]¿N[/dc]os engañan los políticos? ¿Tanto los que prometen cosas que no cumplen como los que omiten lo que harán? ¿No queda desvirtuada así la democracia? ¿Es ético no explicar a los electores lo que uno va a hacer? “Yo no sé si es ético. El problema es que se está haciendo mala política”, sostiene Victoria Camps, catedrática de Ética de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). El buen hacer de la democracia descansa, a su juicio, en la confianza que despiertan las instituciones.
“Tengo la sensación de que se improvisa y se lanzan globos sondas para actuar”, dice Camps. Jordi Muñoz, doctor de Ciencias Políticas de la Universidad Pompeu Fabra, realiza informes poselectorales, y asegura que los estudios internacionales de toda Europa revelan que los candidatos eluden las promesas lectorales. No sé si es un fraude, pero eso implica una disminución de la calidad democrática.
Posiblemente, la democracia Argentina, de tan sólo 31 años, ha envejecido deprisa y quizá ha mudado la idea original de que un elector firmaba una especie de contrato con el candidato y su programa. El mundo ha cambiado de arriba abajo y en 1983, cuando un político prometía algo, era palabra de ley. Quizá hace 30 años la gente daba a las promesas valor de contrato pero ahora ya no es así.
Antes, los partidos elaboraban meticulosamente sus promesas electorales convocando a sus partidarios mas lucidos para elaborar lo que se denominaba “programa de acción de gobierno”, que eran motivo de criticas y meticuloso análisis de parte de los ciudadanos, y de los analistas políticos para esclarecer a los ciudadanos; después, en especial cuando ganó las elecciones presidenciales Carlos Menen bajo la promesa del “síganme…”, se dejaron de hacer o, mejor dicho, ya no se trata de un meticuloso plan de gobierno, sino de simples expresiones de deseos impracticables, de las que nadie cree.
El discurso político ha degenerado en casi todo el mundo, pero llevamos una horrible ventaja. Mediante la mentira frontal o encubierta, las palabras se usan para fines distintos de su real significado. Entre nosotros llamamos progreso al retroceso, democracia al autoritarismo, público a lo gubernamental, Indec a la distorsión impune de las cifras, federalismo a la genuflexión ante la Casa Rosada y a la entrega de los bienes del país a su discrecionalidad, inclusión a mantener excluidos a millones de ciudadanos mediante subsidios paralizadores.
La debida transparencia inherente a una democracia verdadera es encubrimiento tenaz y hasta burlón. La República es desguazada sin clemencia delante de nuestros ojos. Día tras día. Con mentiras al galope. Frente a pecados tan evidentes, suelen responder con mentiras “de a puño”, sin vergüenza. Afirman que son “la” Democracia (con mayúscula) porque asumieron tras una elección. La democracia no se reduce a una elección, sino a lo que se hace luego de asumir y se prometió en las campañas políticas.
Quedaron vigentes algunas formas, pero se fue ahuecando el contenido. La palabra “instituciones” no genera entusiasmo. Muchos ignoran su importancia. Se construyen muchos monumentos a la “memoria” porque tenemos mala memoria. Nos olvidamos de que el Congreso, puesto de pie, aplaudió la catastrófica decisión presidencial de no pagar la deuda externa.
Juez hizo un acuerdo con la UCR, y el PRO para ser candidato a senador y hoy se postula para intendente. Y así en adelante.
En la Argentina nos hemos resignado a la mentira.
No se explicaría si no que durante tantos años una institución oficial como el Indec arrojase estadísticas falsificadas con alevosía.
No se toleraría la mentira de que Fútbol para Todos existe para elevar el deporte, sino para inyectar una alta dosis de propaganda goebbeliana.
No se aceptaría que la Presidenta diga que usa la cadena oficial porque los medios independientes no difunden los éxitos de su gestión, ya que su gestión dispone de una extensa, oceánica y abrumadora red de medios que sólo se dedica a ensalzarla.
No se impediría la impresión de billetes de quinientos o mil pesos para que sigamos con la mentirosa ilusión de que la inflación es inexistente.
No se habría dicho que la inseguridad es sólo una sensación. Una mentira tras otra. O encima de otra.
Los expertos presienten, que las campañas se convertirán más en pulsos entre políticos cada vez más tecnócratas y que se apostará por la marca y la simpatía que despierte el líder. Manda el mundo audiovisual y la imagen se impone casi más a las ideas, por cuanto muchos presienten su efímera vigencia. El voto se convertirá en una especie de acto de fe. Entonces cabe preguntarse “¿Qué valor tiene la palabra del candidato que pide la confianza en la campaña y la del gobernante una vez que la ha obtenido?”. Es un problema objetivo con el que tienen que enfrentarse las sociedades actuales. Y es grave porque la democracia es una forma política que descansa en el valor de la palabra.
Pero la sociedad podría haber despertado de su letargo y aprestarse a demandar otros valores, nuevas conquistas. Entre ellos figura, seguramente, la reconstrucción de la palabra, que se empeña, que se da al otro y que se escucha: es decir, de la plena vigencia de las instituciones, del respeto por la ley y de una genuina política igualitaria. Que así sea.