Por Pablo Esteban Dávila
[dc]¿A[/dc]lguien imaginaba que el futuro de la Triple Alianza podría haber sido diferente al desaguisado que hoy exhibe impúdicamente ante propios y extraños? Es triste (y, en alguna medida, injusto) recurrir a argumentos ad hominem, pero es imposible disociar la personalidad y talante del senador Luis Juez de todo este asunto. Desde el momento que Mauricio Macri decidió sumarlo a su armado cordobés, la semilla de la discordia quedó sembrada dentro de la entente.
Podría afirmarse, a modo de ley empírica, que no hubo sociedad política integrada por Juez que no terminara mal. Esto es incontrastable. Sin embargo, no sería correcto pretender un determinismo sine die al respecto, pues es propio de los seres humanos enmendar sus errores. Al menos en un principio, el senador no escapaba de esta posibilidad.
No obstante, volvió a defraudar cualquier expectativa al respecto. Como tantas veces se advirtió, el incorporarlo a un acuerdo en donde debía cohabitar con Ramón Mestre constituyó un acto de extrema ingenuidad política.
Juez denunció penalmente al intendente (añádase que con su habitual ligereza), por lo que nadie podría pretender que una ofensa semejante fuera olvidada como si más. Para sumar aún mayor inquina, Mestre siempre consideró que la gestión juecista fue el origen de todos los males que hoy padece el municipio, un supuesto que –debe decirse– comparte la abrumadora mayoría de la clase política.
Detrás de Mestre hay muchos radicales, quizá la mayoría, que tampoco olvidan las afrentas gratuitas dispensadas por el senador en los últimos años. Entre ellos se encuentra arraigada la convicción que la presencia del senador entre sus filas es un capricho de Aguad (un dirigente sin demasiada pregnancia interna) y de Macri, un poderoso extrapartidario. Pero nadie se llama a engaño: tan pronto desaparezca el delgado pegamento que aún los mantiene nominalmente unidos, Juez será repudiado al unísono.
Algo de esto ocurre por estas horas. El casus bellis fue el resultado electoral del domingo pasado. No porque haya prevalecido una interpretación por sobre otra diferente de lo sucedido, sino porque el simple hecho eleccionario habría fungido siempre, a excepción de haber triunfado, como el detonante de la olla a presión que siempre fue la alianza.
Debido a que la diferencia entre Schiaretti y Aguad fue menor a la esperada (seis puntos en lugar de los diez que vaticinaban las encuestas) Juez concluyó que la victoria se les había escapado de culpa de la inacción mestrista. Huelga decir que, salvo en el sector de Aguad, esta afirmación no goza de ningún consenso dentro del radicalismo. Previsiblemente, las espadas del intendente tuvieron la interpretación opuesta. Según ellos, la estupenda elección de Juntos por Córdoba en la capital obedeció, precisamente, al trabajo del intendente y sus seguidores. El problema de ambas visiones es que ninguna de las dos es empíricamente comprobable.
En una sociedad normal, esta diferencia podría haberse resuelto salomónicamente felicitando a ambas partes por igual. A Juez, como jefe de campaña, y a Mestre, como responsable territorial. Aunque nadie hubiera creído en la sinceridad del gesto, tal civilidad hipócrita es siempre indispensable para que las coaliciones se consoliden y progresen. Sin embargo, esto no aplica cuando se trata del líder del Frente Cívico. Con él no existe la convivencia posible.
Para colmo de males, se avecina la elección municipal. La interpretación de Mestre es que el acuerdo con Macri incluyó el respaldo a su candidatura a cambio de su renunciamiento a la gobernación. Juez –el otro renunciante– afirma que él nunca dijo que lo apoyaría, lo cual es igualmente cierto. Para agregar más confusión Rodrigo de Loredo, tan radical como Mestre, ha decidido competir contra él en las internas previstas para el 19 de julio. Es obvio que detrás de su rebeldía asoma el rencor de Aguad, llamativamente alineado con la hipótesis juecista sobre la responsabilidad del Lord Mayor en su derrota.
El problema pasa ahora a ser de Macri. Como demiurgo de la alianza, él es el responsable de lo que suceda y, por lo tanto, la última esperanza de una solución pacífica. Pero ocurre que también el porteño se encuentra complicado para imponer su voluntad o, al menos, para hacerlo en forma simétrica sobre los protagonistas del enredo.
En el caso de Aguad, Macri –si quiere– puede. El actual diputado nacional llega al fin de su mandato y debe regresar a su casa. La única chance de mantenerse en activo es como funcionario de una futura presidencia amarilla. El jefe de gobierno puede amenazarlo con no tenerlo en cuenta si antes no declina su beligerancia antimestrista. Sería cuestión de tomarlo o dejarlo no obstante que, en esta última posibilidad, la perinola señalaría hacia la nada política.
Con Juez es diferente. El porteño podría amenazarlo con cualquier cosa, pero aquél ya está oficializado como candidato a senador, nada menos que en la vecindad inmediata de la boleta presidencial. Lo hecho, hecho está. Macri no tiene poder real para escarmentarlo aunque fuese lo que más quisiera hacer en la vida. El líder del Frente Cívico se siente con la cuota de impunidad que le gustaba denunciar cuando eran otros los que la detentaban.
Es un hecho que Macri puede amenazar a los dos con cumplir el acuerdo, aunque sólo a uno puede obligar. Entretanto, las cosas se suceden a velocidad del rayo. En declaraciones a Radio Mitre, Juez aseguró que “nosotros con Mestre no queremos saber nada, con ese pibe nada”, lo que equivale a volar los últimos puentes que lo comunican con el sector más importante del radicalismo. Jorge Font, el presidente de la UCR, no le fue en zaga. Ayer lo fustigó diciendo que, amén de “ser impredecible” le parecía inadmisible que “el mes que viene pretenda ser nominado como senador y hable de que también se va a postular como candidato a intendente” y que, en cuyo caso, debería renunciar “a su candidatura a senador nacional por la alianza (y aprestarse) a ser candidato a intendente”. Es claro que, de extenderse la sinonimia entre Aguad, Juez y Macri (en el caso en que este laudara en contra de Mestre) las consecuencias internas para la UCR podrían ser catastróficas. No faltarían algunos que señalarían al PRO –antes que al senador– como el principal responsable del galimatías.
Queda sólo un consuelo, aunque de índole estructural: habría sido mucho peor si estas rencillas hubieran hecho eclosión dentro de un eventual gobierno de Juntos por Córdoba. El hecho de haber perdido ha evitado a la provincia padecer semejante espectáculo con las secuelas, generalmente graves, que terminan pagado los ciudadanos de a pie. Para los incautos que, de buena fe, creyeron ver en esta coalición una alternativa real de poder, el asunto puede resultarles asaz triste y desesperanzador pero, para quienes sabían –o se les hizo saber con antelación– que estaban armando una bomba de tiempo sólo puede repetírseles, con la didáctica de maestra ciruela, que “se los dijeron por todos los medios, y aún así no hicieron caso”. Sería un epitafio absolutamente apropiado para el malogrado experimento.