Por Ezequiel Meler
Historiador
[dc]“H[/dc]ay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. Representa un ángel que parece a punto de alejarse de algo a lo que mira atónito. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas extendidas. El Ángel de la Historia debe de ser parecido. Ha vuelto su rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de acontecimientos él ve una única catástrofe que acumula sin cesar ruinas y más ruinas y se las vuelca a los pies. Querría demorarse, despertar a los muertos y componer el destrozo. Pero del Paraíso sopla un vendaval que se le ha enredado en las alas y es tan fuerte que el Ángel no puede ya cerrarlas. El vendaval le empuja imparable hacia el futuro al que él vuelve la espalda, mientras el cúmulo de ruinas ante él crece hacia el cielo. Ese vendaval es lo que nosotros llamamos progreso.”
Walter Benjamin
En diciembre de este año, el kirchnerismo, esa estructura familiar que nos gobierna hace doce años, dejará la primera magistratura en manos de alguien más. Ese aspecto inexorable se filtra por el resquicio de cada una de sus acciones. Muchos quisieran detener el tiempo, volver atrás, reparar el error, pero es tarde ya. Una fuerza indetenible empuja la política argentina hacia un nuevo equilibrio, del que quizá y con mucha suerte los kirchneristas puedan ser apenas una parte.
El discurso de apertura del período de sesiones ordinarias del Congreso Nacional tuvo ese sabor a despedida. Ni la militancia en la calle, ni las crónicas periodísticas más interesadas, pudieron disimular esa sensación: hay algo que se acaba. No hay remedio, no hay astucia de la razón, no hay escapatoria. Una conducción omnímoda choca de frente contra el pacto social cristalizado en la Constitución, sin poder ofrecer alguna clase de alternativa o relevo que sea considerado similar o factible. No dejaron crecer nada por encima del nivel del pasto, y en parte deben preferir que así sea.
Las palabras de la presidenta fueron, en ese sentido, aleccionadoras. Habló mucho, dijo poco. Repitió una vez más, casi como un catecismo, los logros de una gestión que sigue comparándose a sí misma con 2001, catorce años después. Se dirigió exclusivamente a aquellos a quienes ya ha convencido, renunciando de antemano a alcanzar nuevos electores. En esa resignación hay quizá algo de astucia, puesto que el futuro político de la primera mandataria dependerá mucho de su capacidad de soldar altísimos niveles de lealtad en ese núcleo duro de votantes que se parece bastante al piso histórico del justicialismo.
Mientras tanto, Cristina le habla a un país que no existe. No da cuenta de las nuevas demandas de las mayorías: las considera manipulaciones periodísticas. Contrariada por la economía, que complota en su contra a causa de la impericia con que ha sido manejada, se refugia en cifras y números que no encarnan en nada que los argentinos valoren. El estancamiento, la crisis industrial, la inflación, la crisis de la deuda no tuvieron lugar en su larga exposición. No, en su mundo fantástico nada funciona mal. No sorprende que en algún punto haya decidido viajar metafóricamente a Medio Oriente: fue el único momento en que la vimos como realmente es, como realmente se siente con la realidad. Es decir, enojada.
Apenas un anuncio, no muy trascendente: el retorno a la esfera estatal de la administración ferroviaria, en muchos casos ya en manos del gobierno. Aquí, en el Congreso, hubo una vez algo llamado futuro: aquí se debatió la nulidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, la cancelación de la deuda con el FMI, la ley de financiamiento educativo, la ley de educación nacional, la estatización de Aerolíneas, la reforma del sistema previsional, la movilidad jubilatoria, la ley de medios, el matrimonio igualitario, la expropiación de YPF. Se trató, en todos los casos, de medidas contenciosas, polémicas, trascendentes, que dividieron en muchas ocasiones al propio oficialismo ¿Hay algo más de eso hacia adelante? No. El kirchnerismo, que continuará controlando ambas cámaras, al menos, hasta el traspaso del mando, nos confiesa que no tiene más proyectos, no tiene más ideas, no tiene más aportes. Esa también es una forma de decir adiós.
La presidenta reconoció de este modo que no habrá polarización, porque la polarización es posible cuando una mayoría de la sociedad se politiza en torno de temas que le competen, que hacen a su futuro. Aquí, las mayorías cambian de canal o apagan la televisión. Sólo queda advertirlas, atemorizarlas, aterrarlas con lo que podrá pasar si llega tal o cual… pero de mejoras concretas en su situación presente, ni hablar. El kirchnerismo, cada vez más, se ha refugiado en el país que supo imaginar.
Como en todo divorcio, el presidente que se va trata de llevarse la parte que aportó a la historia de su partido. Pero a veces sucede que, o bien esa parte es minúscula, o bien sus integrantes quieren seguir jugando en primera, quieren crecer, quieren ser, ellos también, protagonistas. Por un motivo o por otro, en el peronismo, la renovación llega de la mano del salto hacia nuevas lealtades. Se sobrevive a las internas pasando de bando: esta es la rutina. Por ello sería raro que, en el oficialismo como en la oposición, el kirchnerismo sea capaz de retener más que una parte muy pequeña del poder que ha detentado. Y eso, si sostiene sus posiciones dentro del justicialismo, algo a todas luces improbable.
Los peores párrafos del discurso presidencial, que continúan en estas horas a través de nuevas publicaciones en redes sociales, llegaron en materia de política exterior. La presidente mostró, una vez más, que no entiende la diferencia entre gobernar y comentar, entre analizar y persuadir. Su alusión a los ataques terroristas sufridos por nuestro país pasó muy cerca, demasiado cerca, de la imputación a la propia derecha israelí. Fue más directa al tratar el problema del encubrimiento.
Pocos días antes, el canciller, en dos piezas de antología, había solicitado a los gobiernos de Estados Unidos e Israel que mantuviesen a la Argentina alejada de sus disputas geopolíticas. No sabemos a qué se refería el canciller. Muy posiblemente, Lieberman y Kerry tampoco.
La presidente no nombró a Irán, aunque por suerte se encargó de mencionar a Siria. En cambio, pocos días atrás, su canciller solicitó a Estados Unidos que incluya la causa AMIA en sus tratativas con Irán respecto del desarrollo, en ese país, de la energía nuclear con fines pacíficos. Alguien no está en sintonía: o sostenemos que fue Irán, o sostenemos que fue Siria, o reconocemos que no lo sabemos y generamos instancias para averiguarlo. Pero coordinar los discursos parecería un consejo lógico.
El kirchnerismo se ha enredado en su propia novela ideológica. Y no sabe cómo salir. Las apariciones y declaraciones de la presidenta se multiplican, pero sólo aportan confusión. Sus ministros giran sin coordinación alguna. Por suerte, las elecciones funcionarán como una suerte de despertador social, porque estamos en el país de Alicia, y no es una maravilla. Es, por momentos, un delirio.
¿Qué quedará del kircherismo cuando ya no sea gobierno? Muy poco. La llegada de un nuevo presidente abrirá paso a una nueva etapa de nuestra historia. Una etapa que, aunque amenazada por una pesada herencia, o quizás justamente a causa de ello, deberá ganar en intensidad el tiempo que necesita para establecer una agenda de desarrollo. Habrá, con muy poco esfuerzo, un mejor marco para las inversiones. Se recuperará gradualmente la capacidad ociosa de la economía. Un diseño tributario más imaginativo reactivará las economías regionales y devolverá el estímulo al campo argentino.
¿Y los derechos adquiridos? ¿Quién velará por ellos? Por supuesto, sus beneficiarios. Pero también el gobierno, primer interesado en mantener una mayoría electoral. A nadie le conviene, a nadie le sirve, retroceder en el tiempo. Y no es posible tampoco. Por si fuera poco, ese gobierno se verá vigilado por una Corte Suprema que, aunque vilipendiada en los últimos tiempos, supo ser un orgullo de los argentinos no hace tanto tiempo atrás. Y que ejerce firmemente, como nos lo ha recordado su presidente, Ricardo Lorenzetti, el control de constitucionalidad, el mismo que una vez sirvió para anular las leyes de impunidad.
¿Y por qué va a pasar todo esto? Porque la historia, la vida, no es, como en el mito de Sísifo, acarrear una y otra vez la misma piedra hasta una cima desde la que caerá nuevamente. No es, tampoco, el continuo tejer y destejer de Penélope. Es poner un ladrillo encima del otro, sobre la base de un cimiento firme y un plan general.
Eso se llama progreso. Y es indetenible. Quien no lo comprenda a tiempo quedará sumergido entre los desechos de la historia.
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