Cristina, entre el diario de Yrigoyen y los trenes de Perón

Por Pablo Esteban Dávila

DYN910.JPG[dc]E[/dc]s difícil ser objetivo con los discursos de Cristina. Su estilo, mezcla de maestra ciruela y de celadora sádica, hace que el analista se enerve, por momentos, frente a sus inexactitudes, exageraciones o decididas mentiras. Así es ella. Provoca, amonesta o irrita en ráfagas que desafían al sentido común o la lógica más elemental. En realidad no habla sobre el estado de la Nación: describe su propio estado (y el del kirchnerismo) con respecto a la Nación, invirtiendo los términos de la Constitución.
¿Qué concepto elegir de entre todos los que fueron volcados en casi cuatro horas de discurso? Es inevitable cierta subjetividad al seleccionar algunos temas entre tantos posibles. Uno de ellos, no obstante, es el asunto del “partido judicial” que tanto desvela a Cristina. La presidente acusó a jueces y fiscales (una vez más) de estar al margen de la Constitución por bloquear repetidas veces las iniciativas de su gobierno, como por ejemplo la ley de medios. Pero ella no fue la primera en sufrir este tipo de “excesos”. Carlos Menem, por ejemplo, tuvo que dar batallas permanentes durante sus dos mandatos para ratificar la legalidad de sus medidas, sin que jamás se denunciara un alzamiento tribunalicio contra su investidura. Recuérdese, sólo por citar un caso entre docenas posibles, el caso de la reestructuración de las tarifas telefónicas dictada en 1997. Hubo que llegar a la Corte Suprema para que se dijera lo obvio, esto es, que sólo el Poder Ejecutivo tiene la facultad de fijar tarifas de servicios públicos. En el medio, hasta hubo un juez federal de Mendoza que estableció el valor del pulso telefónico mediante una resolución, algo absolutamente impropio. Sin embargo, el entonces presidente no denunció por golpista al Poder Judicial ni cosa que se le parezca. Para un gobierno racional, este tipo de conflictos son parte del juego republicano y no una conspiración que se renueva cotidianamente, algo que, evidentemente, Cristina no comprende.
Otro aspecto interesante de su alocución fue la infortunada mención a un tuit del periodista del Financial Times Joseph Cotterill. Cristina se ufanó de que el cronista destacara que los bonos argentinos reestructurados con vencimiento en 2033 rindieran sobre la par, pero el motivo de orgullo duró bien poco. Sobre la marcha de su discurso, Cotterill agradeció la mención con otro tuit, pero aclaró que los bonos subían porque ella estaba a punto de irse. Previamente había señalado que, aunque los papeles argentinos rindieran un 8,3%, subsistía la “pequeña” cuestión sobre que, en la actualidad, no se estaban pagando.
El kirchnerismo es así. Plantea epopeyas allí donde solo existen derrotas. Se muestra triunfante blandiendo estadísticas que genera un organismo en el que ya nadie cree. Exhibe crecimientos de vértigo en jubilaciones y salarios sin mencionar que, por detrás de tan magníficas cifras, existe una inflación que es la segunda en el mundo y que ni siquiera puede ser nombrada por la presidente o su gabinete. Insiste que el mundo está en crisis y que por ello el país no crece lo que debería, pero ocurre que hace ya un par de años que “el mundo” al que hace referencia (generalmente, el occidente capitalista liberal) ha vuelto a crecer vigorosamente, mientras que la Argentina no lo hace por las inconsistencias de su propia política económica. Es un hecho que Cristina no solamente lee su propio diario de Yrigoyen sino que lo escribe, edita, distribuye y, finalmente, se lo cree a pie juntillas.
Otras de las épicas kirchneristas que ayer salió a relucir con renovado fulgor fue la de los trenes. El peronismo, en general, tiene una fijación onírica con estos aparatos. Perón los estatizó, Menem los concesionó y los Kirchner tardaron más de un lustro en decidir qué diablos querían hacer con ellos. Finalmente, y en el último año de su mandato, Cristina decidió estatizarlos nuevamente.
En realidad, privatizados no estuvieron nunca. En los ’90 se cerraron ramales y se concesionaron otros, pero la propiedad de las vías y del material rodante siempre fue del Estado. En rigor de verdad, lo que intenta hacer la presidente es volver a estatizar la gestión ferroviaria y, seguramente, resucitar a la fenecida Ferrocarriles Argentinos, no expropiar una empresa al estilo de Aerolíneas Argentinas o de YPF.
Podría decirse que esta aclaración es apenas un tecnicismo, pero es importante tenerla presente a efectos de comprender lo que sigue. En los últimos años, la gestión privada de los ferrocarriles, al menos tal como estuvo diseñada en sus orígenes, prácticamente ha desaparecido. Con tarifas muy por debajo de los costos de prestación y con el obligado reemplazo de las inversiones privadas por las del Estado, los concesionarios se dedicaron sólo a cobrar subsidios, hacer lo mínimo indispensable y repartir favores con funcionarios venales. Si tuviera que hacerse una comparación entre el funcionamiento de la actual red ferroviaria y la de hace 15 años atrás, debería convenirse que fue durante el decenio de los K cuando el servicio se vino realmente abajo. Culpar a otros por esta deficiencia oficialista es de un cinismo perverso.
Además, no puede soslayarse el hecho que el Estado ya presta por sí servicios ferroviarios, y que lo hace en forma pésima. Recuérdese los cacareados casos de “el Gran Capitán” (un tren entre Retiro y Posadas) o del tren binacional entre Buenos Aires y Montevideo. Ninguno de estos servicios se encuentra funcionando, pese a los millones de pesos que se gastaron en habilitarlos. La gente, simplemente, los ignoró porque fueron lentos, malos e impredecibles. La formación que debía llegar hasta Uruguay jamás lo hizo, mientras la que se dirigía a Posadas sufría tantas averías que debía ser suplida con ómnibus charteados para rescatar a los pasajeros varados. Todo muy poco serio. En el fondo, son hechos proféticos de lo que podría resultar esta versión postmoderna del retorno a los ferrocarriles peronistas anunciados por Cristina.
Tampoco debe ser pasado por alto que, al referirse a los ferrocarriles, el gobierno piensa, fundamentalmente, en el gran Buenos Aires y en la compra de nuevas formaciones. No existe una palabra, un pensamiento, que involucre a una gestión operativa más eficiente o a un serio estudio de los costos y beneficios. El resto del país, como ha ocurrido durante la última década, bien gracias. El famoso tren bala entre Retiro y Rosario (que el inefable Luis Juez estigmatizara como “cargado de pucheros”) jamás pasó de la etapa de los anuncios, mientras el servicio rápido a Córdoba resultó apenas un pretexto para mostrar un programa ferroviario que se extendiera más allá de los 100 kilómetros a la redonda de la Casa Rosada. Mientras tanto, el debate sobre los costos de la estatización o su déficit operativo (que pagarán todos los argentinos, desde Ushuaia hasta La Quiaca) quedará para próximos gobiernos, víctimas póstumas de estos estallidos de atávico nacionalismo.
Queda para el final lo que, a nuestro juicio, es la verdadera perla geopolítica en el mensaje presidencial. Tras reivindicar sus acuerdos con China como opuestos a las “relaciones carnales con quienes nos saquearon” y no obstante aclarar que aquellos pueden ser “chinos pero no tontos” (no vaya usted a confundirse porque pronuncien mal las “r”), subrayó que estos entendimientos traerán inversiones para nuestro desarrollo energético. No deja de ser una curiosa parábola. El gobierno que liquidó las reservas de gas y petróleo y que tuvo que importar energía después de haber gozado del autoabastecimiento, confía ahora en que una potencia extranjera le devuelva a la Argentina lo que el propio kirchnerismo le arrebató. Dicho sea en otras palabras: los antiimperialistas abren las puertas del país de par en par a la segunda potencia mundial debido a su propia impericia y sin beneficio de inventario. A Cristina sólo le faltó exclamar “yanquis go home, chinese come home”; después de todo, ella también se siente con derecho a decirnos que imperio nos conviene.