Por Víctor Ramés
cordobers@gmail.com
[dc]A[/dc]ntes que su nombre evocase el dolor de una muerte voluntaria, ejecutada en sociedad con su amada imposible, rodeados ambos por “la barbarie que la garra saca cuando ve el reflejo de sedas fulgentes” (en palabras de Rubén Darío), Carlos Romagosa dejó firmes huellas literarias y menciones de otros que en su época lo admiraron.
Los diarios, que más tarde recogerían las salpicaduras de su tragedia y la de María Haydeé Bustos, ambos tronchados en un pacto final rodeados de la Córdoba chismosa y moralmente psicopática de 1906, dejan ver al curioso por el pasado menciones de la figura de Romagosa en su tiempo de producción intelectual e interacción con la ciudad, cuando el siglo XIX gastaba sus últimos cartuchos.
Escogemos algunas de esas menciones que lo muestran vivo, serio, palpitante, creador a los ojos de sus contemporáneos, para un retrato hecho de destellos del natural.
Por ejemplo esta referencia tomada de La Carcajada de comienzos de junio de 1897. Allí dice el redactor: “Es cosa que la tenemos resuelta y sancionada. En cuanto una hija de Eva nos convulsione el corazón con su hermosura y nos amenace con su desdén hacernos perder la chaveta, en seguida le pedimos al caballero Romagosa que nos dé una carta de esas que sabe escribir, o copiarla para enflautársela a la ingratona, seguros que si con ella no le hacemos ablandar el corazón será porque… no ha sido escrita en Capilla del Monte sino aquí. Romagosa es hombre que sabe hacer llorar las cuerdas cuando pulsa la vigüela, aunque sea acostado sobre una piedra”.
Es necesario entender la cita en su contexto. En mayo de 1897 se publicó la carta que Carlos Romagosa tituló “De mi archivo”, dirigida a una mujer amada, que el autor introduce alegando haberla encontrado “entre las breñas de los alrededores de Capilla del Monte, donde su autor debió dejarla, por descuido, después de leerla sentado en plana y ancha piedra, al lado de la cual yo la encontré en una de mis continuas caminatas.” Evidentemente pocos creyeron la ficción de que la rodeaba Romagosa, y la autoría le fue atribuida sin reservas al escritor. Estudiosos han visto el esbozo de una novela de amor en aquel texto en cuya introducción Romagosa adelanta que se trata de una carta “amorosa, descriptiva y filosófica, toda impregnada con un tinte pesimista”.
Otra referencia a Carlos Romagosa se encuentra al año siguiente, en el diario La Libertad, que reseña la celebración del 25 de Mayo de 1898 en la ciudad capital. Los festejos tuvieron escenario en el Club Social, donde la haute -la sociedad refinada- se dio cita en una tertulia con orquesta; en la Calle Ancha, donde tras el desfile hubo un corso extendido desde la plaza General Paz hasta la plaza Vélez Sarsfield; y en el Teatro Rivera Indarte, donde hubo un concierto rodeado de un programa cultural nutrido y entusiasta. Fue en esta celebración en el coliseo cordobés que tuvo participación destacada nuestro retratado: “El conocido literato Carlos Romagosa arrancó delirantes aplausos con su hermoso discurso, el que fue pronunciado con ese calor y movimiento que transmite palpitaciones extraordinarias al auditorio. Todo su discurso es una notable pieza oratoria, llena de novedad, de períodos felices, saturados de verdaderos sentimientos patriotas, que los transmitía a la sala, con el poder de una corriente eléctrica. ¡Parecía que allí atronaban las dianas de la victoria! Al recordar a Güemes, nuestro caudillo de «vincha como diadema», tuvo frases lindísimas. Los aplausos que recibió y las felicitaciones fueron numerosas. Mañana publicaremos el bello discurso de Romagosa.”
La producción literaria de Romagosa incluye poesías que no fueron publicadas, una intensa tarea epistolar que no ha sido reproducida, sus discursos parlamentarios, que seguramente duermen en los diarios de sesiones. Entre las obras que sí publicó, que incluye algunas conferencias y lecciones de historia -materia que el enseñaba en la Escuela Normal-, se cuenta su aporte a la causa del modernismo literario, especialmente su conferencia de 1896, en El Ateneo cordobés y en homenaje a la visita del poeta Rubén Darío, titulada “El simbolismo”. Y su publicación en 1897 de las “Joyas Poéticas Americanas”, un estudio y antología que demuestran su militancia y compromiso con el movimiento que el nicaragüense representaba como nadie. Sobre las “Joyas Poéticas” hay noticias en dos números consecutivos de La Libertad de enero de 1898, a través de una mirada crítica ofrecida por Rafael J. Bruno, personalidad cultural italiana radicada en Río Cuarto, donde poseía una biblioteca de 15.000 volúmenes, y que fue agente consular de Italia en aquella ciudad del sur cordobés.
Rafael Bruno, que no se guarda críticas a la antología, también reconoce que “el libro de Romagosa es un grito del alma, es un himno a lo bello, es una linterna mágica, adonde todos los poetas americanos desfilan provocando la admiración y dejando vivo y eterno en la imaginación y en el corazón el nombre de quien supo reunirlos junto con el esplendor que ellos derraman”.
Más adelante afirma: “No fuera por otra cosa, Romagosa merece al aplauso de los justos. Y creo que Romagosa no lo ha hecho para atraerse congratulaciones. (…) Romagosa es modesto, eminentemente modesto (…) Le falta la etiquete, el arte, es decir, de exaltar sus propios méritos o los de cualquier otro”.