Aniversarios: A 30 años del acuerdo por el Beagle

Las tres islas que casi llevan a una guerra

Por Jorge Camarasa

“En los últimos meses de 1978, la tensión entre Buenos Aires y Santiago desvelaba a las cancillerías del continente” . Acuerdo Beagle
Dante Caputo y Jaime del Valle firmaban el Tratado de Paz y Amistad entre las dos naciones, y terminaban de alejar el fantasma del absurdo.
“En los últimos meses de 1978, la tensión entre Buenos Aires y Santiago desvelaba a las cancillerías del continente”

[dc]H[/dc]ace treinta años, en una ceremonia sin pompa ni protocolo, Argentina y Chile daban por cerrada una discordia que había puesto a los dos países al filo de la guerra.
En una reunión presidida por Juan Pablo II, en el Vaticano, los cancilleres Dante Caputo y Jaime del Valle firmaban el Tratado de Paz y Amistad entre las dos naciones, y terminaban de alejar el fantasma del absurdo.
La disputa, por tres islas deshabitadas y estratégicas en el fin del mundo, había empezado casi quince años antes, y había alcanzado su cota máxima de tensión durante sendas dictaduras militares. Y aunque en 1984 en Chile seguía gobernando Augusto Pinochet, la Argentina ya había empezado a desperezarse tras casi un año de recuperación democrática.
Los días previos a la firma del Tratado habían sido frenéticos. En Buenos Aires había habido un debate televisado entre Caputo y el senador Vicente Saadi, un viejo caudillo del peronismo feudal que había hecho el ridículo, y había servido para absolver posiciones. La postura del gobierno de Alfonsín en favor de la firma sería aprobada por el 82 por ciento de los votos, y la de la oposición, que objetaba el fallo, sólo conseguiría el dieciséis por ciento.
Detrás de esos números fríos, había un mensaje claro: la gente no quería la guerra.
Todo había empezado seis años antes, y había tenido su pico de riesgo en vísperas de la Navidad de 1978.

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Con el correr de los años, las disputas limítrofes entre Argentina y Chile habían sido ocasionales pero siempre subyacentes. Aunque los dos países habían firmado un tratado de límites en 1881, algunos episodios como el incidente del islote Snipe en 1958 o el de Laguna del Desierto en 1965, habían agudizado la relación, y para fines de los años sesenta la controversia era por tres islas al este del canal de Beagle, Lennox, Picton y Nueva, deshabitadas pero estratégicas en el paso del Atlántico al Pacífico.
En 1971, finalmente, los dos países habían acordado someter el conflicto al arbitraje de Gran Bretaña. La propuesta había sido del presidente chileno Salvador Allende, y el general Alejandro Lanusse, presidente argentino de facto, la había aceptado. La aceptación de que el laudo quedara en manos de Londres era, por lo menos,disonante: el gobierno de Buenos Aires y la corona británica mantenían un litigio por las Islas Malvinas desde 1833.
El resultado del acuerdo demoraría seis años en llegar, y el 2 de mayo de 1977, los cinco jueces designados por el Reino Unido darían su veredicto final: la soberanía de las islas en el Beagle correspondía a Chile, y el laudo se debía resolver en nueve meses.
Fue entonces, al principio en sordina, cuando los tambores de la guerra empezaron a sonar.

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A ambos lados de la Cordillera, esos seis años habían sido de cambios dramáticos.
En Chile, Salvador Allende había sido derrocado por un golpe militar en 1973, y en Argentina otro golpe había volteado al peronismo que había sucedido a Lanusse en el poder. Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla, dictadores en Santiago y Buenos Aires, se sentían protagonistas de una guerra mundial contra el comunismo y eran socios en el terrorismo de Estado, y antes que terminara 1977, el secretario de Estado norteamericano Cyrus Vance y su asistente Patricia Derian entregarían a la cancillería argentina una lista de 7.500 personas detenidas y desaparecidas en el país.
Chile había aceptado de inmediato el resultado del laudo arbitral, pero la Argentina lo rechazaría, y mientras se preparaba para la guerra, trataba de ganar tiempo buscando un acuerdo bilateral. En enero y febrero de 1978, Videla y Pinochet iban a reunirse dos veces, en El Plumerillo y en Puerto Montt, pero aunque habían acordado en algunos puntos, al final las negociaciones terminarían estancadas.
Un testigo de esos encuentros, el general Reynaldo Bignone, quien sería el último presidente argentino de facto, contaría sobre el encuentro de Puerto Montt: “En pleno acto de la firma, sorpresivamente, Pinochet pronunció un duro discurso en el cual quedaba claro que no se proponía respetar los acuerdos a los que se habían llegado hasta ese momento.  Quedaba bien en claro que los halcones del país vecino habían hecho su faena y logrado el objetivo de bloquear la vía negociadora. Ellos se proponían imponer el laudo a rajatabla… Lo que acababa de ocurrir tomó totalmente por sorpresa a Videla”.
Unos días después, el desaire sería aprovechado por el almirante Eduardo Massera, jefe de la Armada, quien cruzaría a Videla en un discurso en Ushuaia. Lo que el roce ponía de manifiesto era que las situaciones de los dos bandos eran distintas.
El gobierno chileno tenía dos fortalezas, el fallo favorable y una alineación sólida detrás de Pinochet, y una debilidad: el poderío militar era inferior al de Buenos Aires. El gobierno argentino, al contrario, estaba atravesando pujas internas entre la Marina y el Ejército, y éste a su vez tenía internas que enfrentaban al eje de los “blandos” representado por Videla y Viola, con los duros Suárez Mason y Menéndez, jefes del Primer y Tercer Cuerpo de Ejército, las unidades con mayor poder de fuego.

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En los últimos meses de 1978, la tensión entre Buenos Aires y Santiago desvelaba a las cancillerías del continente.
Una guerra entre los dos países podía acarrear consecuencias imprevisibles y abrir una Caja de Pandora con cuentas pendientes. Se especulaba con que Perú y Bolivia, que habían perdido territorios a favor de Chile en la Guerra del Pacífico se alinearían con Argentina, y que Ecuador, con problemas limítrofes con Perú, podría apoyar a Chile. La mayor incertidumbre era la actitud que adoptaría Brasil.
En Buenos Aires, mientras tanto, había comenzado una carrera contra reloj, y algunos influyentes trataban de evitar lo irremediable. Era el caso del Nuncio papal, Pio Laghi, que jugaba al tenis con Massera; del arzobispo de Córdoba, Raúl Primatesta, de contacto frecuente con el general Menéndez, y del embajador norteamericano, Raúl Castro.
Bruno Passarelli, cuenta en su libro “El Delirio Armado. Argentina-Chile: La guerra que evitó el Papa”, una reunión en la que el diplomático le contó al Nuncio: “Le juro, monseñor, quedé tremendamente impresionado. Menéndez me dio la impresión de que ya estaba subido a un caballo blanco y, como una especie de Napoleón a la argentina, dispuesto a cruzar la cordillera para entrar en Santiago. Me repitió una y otra vez que no encontraría resistencia, pues tanto el Ejército como la Armada argentinos son muy superiores a los de Chile, y que todos sus subordinados están perfectamente cohesionados detrás de sus mandos…Me han referido cosas realmente alarmantes que tanto el arzobispo como otros prelados han escuchado de labios del General Menéndez y de otros oficiales de la guarnición, por ejemplo, que a fin de año las tropas argentinas brindarán con champagne en la Casa de la Moneda y que, después, se limpiarán las botas en las aguas del Pacífico”.
Juan Pablo II había asumido como Papa a mediados de noviembre, y los mensajes que recibía eran desesperados. Laghi, cuenta Pasarelli, le había informado de un encuentro con José Alfredo Martínez de Hoz, donde el ministro le había dicho: “Monseñor, se han vuelto locos, han decidido ir a la guerra”.
Y Carlos Turolo, en su libro “De Isabel a Videla”, completa el relato: al día siguiente el Nuncio había visitado a Videla, y el Presidente le había confirmado la situación, casi rogándole: “¡Si la Iglesia  está decidida a hacer algo, debe hacerlo en horas, no en semanas, porque el reloj de la guerra está en marcha!”.

 

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Videla no exageraba.
El Día D, que ya había sido fijado, iba a ser el 22 de diciembre de aquel año.
Menéndez y los demás estrategas de la dictadura habían previsto que las operaciones comenzaran a las diez de la noche de ese día, con la ocupación de las islas en disputa por un grupo de elite de la Infantería de Marina. Dos horas más tarde se bombardearían con aviones objetivos militares de Punta Arenas y Puerto Williams, y la IX Brigada de Infantería de Montaña entraría en acción cruzando la frontera por cuatro puntos de las provincias de Chubut y Santa Cruz.
A primeras horas de la mañana del día 23 aviones militares iban a iniciar el ataque a las bases aéreas chilenas, y en teoría el camino quería libre para la irrupción de dos grandes unidades terrestres: la V Brigada de Infantería y la VII de Infantería de Montaña, que buscarían llegar al Pacífico partiendo en dos el territorio chileno, ocupando Santiago o Valparaíso, la ciudad donde encontraran menor resistencia.
Para los analistas de uno y otro país, la proyección de bajas era idéntica: aunque el conflicto bélico sería favorable a la Argentina, en la primera semana de la guerra ambos países podrían llegar a tener veinte mil muertos en total.
Y entonces, a último momento y cuando todo parecía perdido, Juan Pablo II pareció atender a los pedidos para que intercediera, y envió a Buenos Aires y a Santiago al cardenal Antonio Samoré.
Fue un viaje in limine: el anuncio de la intercesión papal que evitaría la guerra fue comunicada al mediodía del mismo 22 de diciembre, diez horas antes de que se pusiera en marcha la operación militar, y el representante vaticano llegaría a Buenos Aires cuatro días después. En ese tiempo, la discusión entre los militares argentinos sobre si aceptar o no la mediación sería tensa: los nuevos comandantes del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, Viola, Lambruschini y Agosti, sostendrían que ya no se podía retroceder, y Videla amenazaría con renunciar si se seguía delante con el plan militar.
Al final, decidirían no avanzar: Juan Pablo II, que hacía un mes y medio que era Papa, había hecho su milagro.

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La mediación del cardenal Samoré iba a poner las bases de una suspensión de la guerra que al principio serían precarias pero después se iban a consolidar. En las semanas y los meses siguientes tendría cinco reuniones con Videla, tres con Pinochet y una veintena con los cancilleres de los dos países, Pastor y Cubillos.
“Veo una lucecita al final del túnel”, se entusiasmaría, y en diciembre de 1980, tras dos años de mediación, llegaría finalmente la propuesta del Papa. Básicamente, reafirmaba el laudo arbitral de los ingleses, pero hacía algunas concesiones a la Argentina: las islas en litigio eran entregadas a Chile, pero Buenos Aires recibía amplios derechos de navegación y explotación económica en la zona.
Otra vez, como ya había pasado en 1977, Chile aceptaría sin dudar, y el gobierno argentino demoraría la respuesta. A diferencia de Pinochet, cuya dictadura estaba sólida y no tenía conflictos en el frente interno, los militares a este lado de la Cordillera seguían en un tembladeral.
En 1981 asumiría la comandancia del Ejército Leopoldo Galtieri, y cuando dos militares mendocinos fueran detenidos en Chile, haría cerrar la frontera sin consultar al entonces presidente, el general Roberto Viola. Cuando el almirante Lambruschini le preguntara porqué lo había hecho, Galtieri respondería:
-Porque me calenté.
En diciembre de ese año desplazaría a Viola y asumiría la Presidencia. Malvinas ya estaba en el horizonte, pero ésa sería otra guerra.
Con Chile, a pesar del interés de algunos, no había podido ser.