Por Víctor Ramés
cordobers@gmail.com
[dc]A[/dc] mediados de junio de 1898 falleció una anciana monja de la comunidad de Las Teresas. La hermana Manuela Savid, en lo que duró el trance de abrazar al Señor, rodeada de sus hermanas de congregación y de devoción a Santa Teresa de Jesús, encareció casi en un susurro que no se la llevasen del convento después de morir, pues soportaba menos que la muerte la idea de abandonar aquel sitio santo donde había pasado casi toda su larga vida. Se le aseguró que sería respetada su última voluntad, y esa promesa fue como una cláusula que la dejó libre de expirar con una sonrisa final de entrega. La superiora y las monjas del viejo convento colonial levantado casi tres siglos atrás, sabían por supuesto que la ley no permitiría que el cuerpo yacente de la hermana fuese inhumado en el espacio de la congregación. Pero en todas ellas latía una protesta íntima, porque eran herederas de una prolongada mentalidad religiosa en la que importaba el lugar de la tierra donde la carne debía esperar el tiempo fijado –aunque desconocido- para la resurrección y la salvación eterna. Y cuanto más cerca de Dios, mejor.
La congregación decidió respetar la promesa hecha a la difunta y enterrar a la hermana Savid en el patio del mismo convento, violando con esto lo explícito de la ordenanza municipal vigente desde 1880, que disponía en su artículo 1° la obligación de inhumar a todos los fallecidos dentro del municipio, en el “enterratorio general”. El caso tuvo repercusión en los diarios, y volveremos a él.
Desde la fundación de Córdoba y hasta el siglo XIX, las iglesias fueron las sedes de inhumaciones en la ciudad. La generalización de esa práctica es elocuente en el siglo XVIII, del que Carlos Page afirma en El espacio público en la ciudad hispanoamericana, que “no solamente en la Catedral se enterraba, aunque en ésta era tres veces más que en la Iglesia de San Francisco, La Merced o Santo Domingo, por nombrar otras más concurridas”. En menor medida receptaban difuntos las iglesias de San Roque, Santa Teresa, Santa Catalina y la Compañía de Jesús. Citando un estudio sobre las castas, que constituían el grueso de la población en el siglo XVIII, dice Page que “en el período 1722-1799: se enterraron en la Catedral 1.802 personas, mientras que en San Francisco 640, en la Merced 571, Santo Domingo 485 y El Pilar 304”. Las preferencias arraigaban en un imaginario en el que la importancia jerárquica del templo le otorgaba al difunto sepultado en él mayores chances -o puntaje- para avanzar en el camino del Purgatorio.
La muerte, fue durante siglos, monopolio de la fe y su administración le correspondía a la Iglesia. Administración en un sentido no solamente espiritual, ya que las iglesias llegaron a cobrar por ser sede de los restos e incluso se concibió un sistema de parcelamiento del edificio sagrado, con tarifas diferentes según el lugar –junto a santos, altares secundarios, o bajo el altar mayor- en que el alma conseguía una plaza preferencial: la que pudiera pagarse por anticipado.
La investigadora Ana María Martínez de Sánchez estableció tres fases en el régimen enterratorio de la ciudad de Córdoba. Hasta 1812 los muertos fueron cobijados por las iglesias. Recién desde ese año, tras la revolución criolla y pese a los esfuerzos inútiles de un siglo de reforma borbónica en América por cambiar la mentalidad, se establecieron camposantos junto a los templos de las diversas órdenes católicas. Evidentemente, la resistencia religiosa tuvo mucho que ver con la demora. Y en 1843, con la inauguración del cementerio público San Jerónimo, seguida del de disidentes en 1864 y del de San Vicente en 1888, “ponen en el mercado un nuevo concepto de sepultura, alejado de la ciudad, parquizado, no confesional y, por ende, plurireligioso”.
En el caso de la religiosa muerta en junio de 1898 en el convento de las Teresas de Córdoba, las religiosas, para poder enterrar in situ a la hermana fallecida, debieron burlar a la ley. El asunto sale a publicidad al dar a conocer los diarios una nota dirigida al intendente Bancalari por la dirección de Administración Sanitaria, informando sobre “la inhumación indebida, practicada en el convento de Santa Teresa de esta ciudad, de los restos de la religiosa Manuela Savid, con violación flagrante de la ordenanza municipal de fecha 25 de noviembre de 1880”. La publicación también refiere a “la circunstancia agravante del engaño manifiesto puesto en juego para burlar el ministerio de la ley”. Días después los diarios difunden la noticia de que “la Intendencia Municipal ha adoptado las medidas del caso a fin de que el particular que hizo la denuncia del fallecimiento y el empleado que recibió esa denuncia, sean castigados de conformidad a las disposiciones de la materia: el primero por haber hecho ocultación del verdadero nombre y estado civil de la fallecida, y el segundo por no haber comprobado suficientemente la declaración”. Responsable de la denuncia falaz fue señalado “el doctor Robin Ferreyra, síndico del convento de las Hermanas Teresas”, a quien se le aplicó una multa de “el máximum de la Ley Orgánica, o sea cincuenta pesos moneda nacional”. Es más que claro que el doctor Ferreyra se hizo cargo del muerto, de la muerta en realidad, a instancias de las monjas de la congregación, abroquelada en un claro pataleo contra el avance del liberalismo secular, y por piedad de la difunta hermana.