Por Pablo Esteban Dávila
[dc]Y[/dc]PF acaba de aumentar un 4% sus naftas, la séptima vez que lo hace en el año. Medido contra septiembre del año pasado, los precios de la petrolera nacional son 60% más caros. ¡Así cualquiera es estatista!
Lo más sorprendente es que, desde su nacionalización, a Miguel Gallucio – el actual presidente de YPF – le ha sido permitido hacer todo lo que se le negaba a Antonio Brufau, el jefe de Repsol. Desde aumentar los combustibles por encima de la media internacional hasta pactar con otra multinacional condiciones especiales para desarrollar el yacimiento de Vaca Muerta, el descubrimiento póstumo de los españoles y gran talismán de la energía argentina. No resulta impertinente preguntar, por lo tanto, porqué al Estado se le deja hacer cosas que a los privados no se le permitían en el ámbito de la producción.
Esta es una cuestión que toca de lleno a este problema. YPF depende, como cualquier empresa comercial, de sus ingresos para invertir. Gallucio, que es un avezado hombre de negocios en el sector petrolero, lo sabía de antes de hacerse cargo de la compañía. No fue casual, por consiguiente, que una de las primeras cosas que le arrancara a la presidente Cristina Fernández fuese una especie de carta blanca para acomodar el precio de los combustibles, sumamente rezagados durante el decenio kirchnerista. No es difícil advertir que, si la nafta o el gasoil cuestan más, el flujo de fondos de la empresa mejora y, con él, las posibilidades de desarrollar Vaca Muerta entre otros yacimientos.
Tener precios de mercado es una condición para gozar de finanzas sanas. Esto lo sabe cualquier empresario. Pero este presupuesto tan básico fue, sin embargo, constantemente ignorado por la Casa Rosada, tanto en las épocas de Carlos Kirchner como en las de su señora. Mediante el mecanismo de la “autorización previa” al aumento de los combustibles, el matrimonio se las arregló para transformar una disposición relativamente inocua de la legislación hidrocarburífera en un verdadero veto a la actualización de los precios en surtidor, tanto los de YPF como del resto de las petroleras. Todavía se recuerda de cuando, en marzo de 2005, el entonces piquetero Luis D’Elía bloqueaba estaciones Shell porque la compañía había decidido, a pesar de todo, incrementar el valor de sus naftas. Por cierto, no estaba solo. Al releer la crónica de “Página 12” de aquél acontecimiento, el propio presidente Kirchner había llamado a un gran boicot contra la petrolera, en tanto que Osvaldo Cornide, titular de la Cámara de Medianas Empresas, la había criticado por “poner en peligro el crecimiento nacional”.
Es evidente que algo cambió tras la nacionalización de la empresa en mayo de 2012 pues, de negar sistemáticamente a Repsol y al resto de las petroleras privadas las autorizaciones para incrementar sus naftas, la presidente no duda ahora en permitirle a Galluccio que pise el acelerador tantas veces quiera en materia de precios. También, por cierto, lo hizo D’Elía: lejos de bloquear los surtidores de YPF por sus continuos aumentos, es uno de los tantos que se muestra feliz por haber recuperado la soberanía sobre los hidrocarburos argentinos.
Y es aquí donde siguen las preguntas molestas: ¿Qué significa esta soberanía cuando, en definitiva, los consumidores tienen que pagar más que antes? El argumento sobre que los nuevos valores del combustible sirven para desarrollar los “petróleos de esquistos” ocultos en Vaca Muerta no sirven. Repsol quería hacer lo mismo y, sin embargo, no se lo permitieron. ¿Ganamos algo los argentinos de a pie con que ahora lo haga el Estado y no un privado? Aparentemente no en absoluto, al menos por el momento. Culpa del gobierno de los Kirchner y de su desastroso manejo del tema energético, el país pasó de exportar combustibles en 2003 a importar groseras cantidades en el 2013. No se entiende por qué los mismos responsables de este desatino serían quienes terminaran salvando los restos de la matriz energética nacional a poco más de un año de concluir su mandato.
Estas son cuestiones tan simples que hasta parece ocioso tener que escribirlas. La vara regulatoria que el gobierno aplica a YPF estatal no es la misma que utilizó para la YPF de Repsol. Lo mismo hace con Aerolíneas Argentinas en desmedro de sus competidoras, especialmente de LAN Argentina, una empresa modelo jaqueada, sin embargo, por funcionarios ideologizados y trabas repugnantes a su giro comercial. El Estado argentino no sólo no es imparcial cuando regula y controla actividades del sector privado sino que, además, cuando se transforma en empresario lo hace a costa de otras empresas no estatales o, en ciertos casos, de la billetera de los consumidores.
Lo más lamentable de estas perversidades no es que ocurran – en definitiva, ningún funcionario argentino cree que el estatismo sea algo malo – sino que la población las tolere o que, en muchas ocasiones, celebre tal orden de cosas. Baste hacer memoria de cuando se nacionalizaron Aerolíneas Argentinas o YPF. Banderas al viento, fotos de color sepia con los rostros de Perón, Mosconi o Yrigoyen, movilizaciones e íconos alusivos. Todos felices. Pero los resultados de tales decisiones no dan motivos objetivos para sostener semejante felicidad. Aerolíneas ha renovado su flota (es cierto) pero a costa de pérdidas de una cuantía tal que bien podría haberse adquirido a American Airlines con sumas semejantes. Esos quebrantos, por supuesto, los han pagado todos los argentinos, viajen o no en avión. Aparentemente, el espectáculo de pobres subsidiando a ricos no ha logrado conmover a ninguno de los tantos adalides de la justicia social que pululan en el país. Pero en el caso de YPF, especialmente, el nacionalismo también incluye la billetera de los clientes. Es coherente: buena parte de los pesos se “nacionalizan” cuando los automovilistas deben acercase al surtidor y pagar mucho más que en las épocas del diabólico Brufau.
El estatismo de YPF no sólo avanza sobre las billeteras del público sino que también lo hace sobre la de los gobernadores. Tanto Galluccio como Axel Kicillof quieren recortar el poder de las provincias sobre los recursos del subsuelo que, por imperio constitucional, les pertenecen. Uno de quienes se ha mostrado más indignado con esta iniciativa es Martín Buzzi, el mandamás de Chubut. Paradójicamente, fue Buzzi el primero en iniciar una guerra de zapa contra Repsol al revocarle una concesión invocando “falta de inversiones”. Su maniobra fue seguida luego por muchos de sus colegas petroleros, generando el caldo de cultivo para la nacionalización posterior. No obstante, y con los sucesos recientes, todo aquello parece haber sido un verdadero acto de suicidio. Nunca Repsol tuvo problemas con las provincias hasta que llegó la orden de la Casa Rosada de limpiarla del escenario. Tampoco el tema de la jurisdicción sobre el petróleo estuvo en discusión mientras la petrolera fue privada. Ahora esto podría cambiar dramáticamente, para consternación de aquellos gobernadores enamorados de la soberanía energética y de la gestión estatal del subsuelo.
Naftas que aumentan más que la inflación, derechos constitucionales de las provincia avasallados o en riesgo, inversiones que no llegan o que lo hacen en cuentagotas, este es el combo que trajo la YPF estatal. ¡Qué lejos quedaron las amenazas contra Juan José Aranguren, el CEO de Shell, que se atrevía a reclamar lo que Galluccio ha conseguido recientemente y con tanto éxito! ¡Qué anacrónicas parecen las quejas impostadas de los gobernadores contra Repsol cuando, ahora, deben probar de la misma medicina que le hicieron tragar a Brufau! Para peor, los españoles se acaban de embolsar con más de 6.000 millones de dólares, prolijamente rendidos por Kicillof para destrabar recursos financieros del exterior, algo que finalmente tampoco pudo lograr por culpa del default con los Holdouts.
Vista en esta perspectiva, la historia parece una tragicomedia. Una empresa nacional y popular que avanza sobre sus connacionales y gobernadores, convenientemente amparada por un gobierno que, mientras permaneció en poder de sus dueños privados, no convalidó ni el diez por ciento de lo que ahora tolera y avala con Gallucio. Cae de maduro que, con estatistas como los K, los neoliberales están de más. Lo decimos ahora, antes que se convierta en un clamor popular: ¡volvé Repsol, te perdonamos!