Por Pablo Esteban Dávila
[dc]S[/dc]i, finalmente, Luis Alfredo Juez decide no postularse para la intendencia municipal, habrá quedado demostrado lo que todos imaginan: que la Municipalidad de Córdoba ha dejado de ser un bocado apetecible para acceder a la Gobernación, incluso para quien la hizo indigerible.
Esta comprobación es una muestra de la decadencia que, en términos políticos, ha sufrido el municipio. Durante los ochenta y los noventa, el Palacio 6 de Julio era la vidriera en donde se exhibían quienes estaban dispuestos a jugarse por el premio mayor. Por tal motivo era imposible que, en algún momento, no surgieran los recelos y tensiones entre intendentes y gobernadores, toda vez que estos percibían, no sin cierta razón, que aquellos querían desplazarlos más pronto que tarde. Curiosamente, el radicalismo era el partido que gobernaba en ambas jurisdicciones, sin que esto fuera impedimento para que ocurrieran tales disputas e intrigas políticas. Los memoriosos recuerdan los enfrentamientos (aunque algo más velados y sistémicos, al menos para los estándares actuales) entre Eduardo Angeloz y Ramón Mestre y, luego, entre Rubén Américo Martí y el propio Ramón Mestre, gobernador desde 1995 hasta 1999.
Para sostener sus aspiraciones provinciales y, por ello, apropiados niveles de confrontación con el gobernador de turno, los intendentes contaban con una ciudad solvente desde lo económico. Mestre se enorgullecía de hacer obras con recursos propios, y Martí podía mostrar plazos fijos millonarios a modo de ahorros contracíclicos. Esta situación hacía que la capital se comportase a la usanza de una ciudad-Estado, muy lejos de los mundanos problemas de financiamiento que padecía el resto de las localidades provinciales. Los gobernadores, a menudo, no gozaban de similares ventajas. Ni Angeloz ni Mestre tuvieron finanzas holgadas, y el primer mandato de José Manuel de la Sota transitó por sus propias turbulencias económicas, agravadas por la crisis de 2001-2002. Por lo menos hasta el primer año del nuevo siglo, la ciudad de Córdoba era, efectivamente, el trampolín más evidente hacia el poder provincial.
Pero todo aquello cambió en la última década. De aquel trampolín, el municipio ha mutado en el tobogán que actualmente es, en donde los intendentes parecen ser impelidos a deslizarse por un plano inclinado de dificultades y problemas irresueltos. Contrariamente, los gobernadores (tanto De la Sota como Juan Schiaretti) ha sabido acrecentar su poder político y sus márgenes económicos, colocando una distancia apabullante entre ellos y los desafortunados mandatarios citadinos.
¿Donde comenzó esta inversión tan notable en la ecuación del poder provincial? Probablemente en las épocas de Germán Kammerath, en donde se mezclaron factores políticos, ideológicos y gremiales que desencadenaron el inicio del problema bajo análisis. El liberal, como se recuerda, fue el candidato de Unión por Córdoba para arrebatarle la ciudad al, hasta entonces, imbatible radicalismo. Con un programa de gobierno y con el viento a favor de una exitosa gestión al frente de la Secretaría de Comunicaciones de la Nación, Kammerath dio cuenta de Mario Negri, de alguna manera abandonado a su suerte por Mestre y Martí, llamativamente ajenos a su destino electoral. Pero la buena fortuna del nuevo intendente se agotaría rápidamente. Jaqueado por la crisis, distanciado de De la Sota y acosado por un SUOEM que agitaba fantasmas de corrupción y promovía su revocatoria (sin reparar en su propio egotismo y desmesuras gremiales), el ucedeísta pudo a duras penas terminar su gestión.
Para agravar la situación, y en medio de las penurias kammerathistas, una parte importante del sistema mediático optó por el SUOEM en desmedro de las autoridades municipales, confiriendo a los delegados sindicales una legitimidad que, con las pruebas a la vista, distaban de tener en materia de interés público.
Luis Juez, su sucesor, profundizó la decadencia municipal. Al comprender que el gremio había adquirido un poder contra el que no quería batallar, hizo de Rubén Daniele un aliado y secretario sin cartera. En cuatro años incorporó más de 5.000 nuevos empleados -la mayoría de ellos, parientes de los caciques gremiales- y se resistió demagógicamente a incrementar los impuestos municipales, pese a que el gasto se le había disparado en forma ostensible. Sin embargo, Juez no llegó a sufrir demasiado por tales desaguisados, compitiendo incluso con notable performance por la gobernación en 2007, con denuncias de fraude y todo. Fue Daniel Giacomino a quien le tocó asumir las consecuencias de las ruinosas decisiones de su antecesor y amigo. En pocos meses tuvo que hacer todas las cosas que Juez prefirió soslayar temerariamente. Desde incrementar los impuestos hasta intentar poner algún coto a la voracidad de Daniele y sus gamberros. En el ínterin, mantuvo un amargo contrapunto con Juez y el Frente Cívico, lo que le privó de respaldos clave en el Concejo Deliberante. Sólo el decidido apoyo de Schiatetti evitó males institucionales que el mundo político habría lamentado sin excepciones.
El combo de un tesoro municipal agostado por crónicos problemas financieros y una planta de personal onerosa e improductiva hizo del Estado municipal un grillete operativo, que transformó a los intendentes en prisioneros sometidos a trabajo forzoso. De cursus honurum a ergástula política, el Palacio 6 de Julio dejó de tener magia alguna, incluso para quienes actualmente lo habitan.
Es un hecho que, si pudiera decirlo abiertamente, Ramón Javier Mestre arrojaría por la borda su posibilidad de reelección. Tanto él como su entorno advierten que es altamente improbable que un nuevo período corrija o mitigue las actuales dificultades para llevar adelante la ciudad. Para justificar la potencial abdicación, fuerzan un razonamiento que tiene mucho de silogismo. Dicen que, si los números fueran favorables a una nueva intendencia, también lo sería para la Gobernación. Entre una y otra opción, es claro que no lo dudarían un segundo.
El problema es que se trata de una lógica circular, de imposible comprobación. Porque, al lanzarse a la gobernación, Mestre dejaría claro que lo hace porque la ciudad prestigia su gestión, algo que no podría ser sometido a examen toda vez que, ganando o perdiendo, el municipio sería parte del pasado. Aunque más distante en el tiempo, Juez podría razonar del mismo modo. En una hipotética campaña para hacerse del poder provincial, reclamaría para sí el reconocimiento de la ciudadanía por su paso por la intendencia, pero sin intentar siquiera sondear la posibilidad de otro mandato. Al igual que a Mestre y que a tantos otros, la Municipalidad se le antoja como un gran cementerio de candidaturas, aunque haya sido él, más que ninguno, el arquitecto de la necrópolis.
Existe otro factor de preocupación para la clase política: la jubilación de Daniele. Pese a que el titular del SUOEM ha fungido como el coordinador de una confederación más o menos anárquica de delegados, al menos ha sido reconocido como el titular indiscutido del gremio, más allá que su poder real haya sido una fracción del que efectivamente ha tenido. Pero ocurre ahora que el bueno de Daniele deberá jubilarse, inexorablemente, dentro de dos años. Tal cosa no es de un buen augurio, toda vez en que la confederación disputará en términos sangrientos cual de los delegados será el primus inter pares tras la partida del incombustible dirigente. Y, como es previsible, tal competencia la pagarán funcionarios y ciudadanos por igual, puesto que los candidatos gremiales querrán mostrarse recíprocamente como el macho alfa de la jauría capaz de doblegar a quien sea, se llame Mestre, Olga Riutort, Mandrake o Vladimir Putin. A la tradicional incompetencia deberá sumarse dosis exacerbadas de anarquía gremial. Esto podría ser demasiado para cualquiera.
Es curioso, entonces, que la ciudad no tenga quien quiera gobernarla, así como el Coronel no tenía quién le escribiera. Razones para tal apatía no faltan. Ni siquiera es necesario un psicólogo para bucear en sus profundidades. Baste contemplar la historia de la última década para caer en la cuenta que es preferible disputarle a Ban Ki-mooon la Secretaría General de la ONU que ilusionarse con los resultados al cabo de cuatro años al frente del municipio. Por añadidura, lo más doloroso del asunto es que parece difícil que esta situación sea alterada al largo plazo. La experiencia demuestra que la ciudadanía (y algunos medios de comunicación) le tienen menos paciencia al intendente que al SUOEM. O que -no sin cierta dosis de hipocresía- le demandan a los funcionarios políticos soluciones urgentes cuando, por otro lado, parecen aceptar las patologías gremiales como maldiciones naturales contra las que nada puede hacerse. Con semejante panorama, no es extraño que falten voluntarios para una misión que tiene mucho de suicida.