
Por Pablo Esteban Dávila
[dc]E[/dc]n realidad, motivos para parar abundan. Impuesto a las ganancias sobre los salarios, inflación, recesión, leyes anti empresas (algo relacionado directamente con las fuentes laborales del sector privado), restricciones a las importaciones (que producen oleadas de suspensiones en determinadas industrias) y desempleo constituyen un combo ideal para la protesta obrera. Nadie podría afirmar que los trabajadores argentinos son caprichosos por llevar adelante este tipo de medidas de fuerza.
Pero ocurre que no todos los dirigentes sindicales piensan lo mismo. O, si lo piensan, lo callan públicamente. Sólo Hugo Moyano, Luis Barrionuevo y Pablo Michelli parecen convencidos de la justicia de su causa. El resto de los capitostes de la CGT prefiere mirar hacia otro lado, pese a que sus bases se encuentran, en la mayoría de los casos, del lado de los damnificados por la delicias del modelo nacional & popular. Esta inconsistencia produce una paradoja sardónica: sobran razones para el paro, pero faltan sindicalistas.
¿Por qué a ciertos gremios les cuesta tanto protestar en la calle contra un gobierno que, aunque nominalmente peronista, no duda en meter sus manos en los bolsillos de los trabajadores mediante el ardid del impuesto a las ganancias? Porque, por las razones que fueren, todavía continúan alineados a la Casa Rosada. Esto es fácil de explicar, pero complejo de entender.
Como muestra, valga un botón. Ayer, el secretario general de la UTA, Roberto Fernández, comenzó la conferencia de prensa en la que anunciaría la posición de su gremio saludando con un inequívoco “buenas tardes a todos y todas”. La expresión, tan emblemática, fue un anticipo del anuncio que vendría inmediatamente después: que los choferes del transporte urbano no adherirán a la medida de fuerza. Obviamente, esta decisión no es neutral. Fernández sabe perfectamente que la UTA es como un enorme grifo humano, capaz de abrir o cerrar la concurrencia de obreros y empleados a sus lugares de trabajo. Si la UTA adhiere, cualquier paro de actividades tiene garantizado el éxito; si no lo hace, las chances de la protesta disminuyen ostensiblemente.
Lo de Fernández no deja de ser asimilable a otros gremios también poderosos. Mientras que sus bases se encuentran castigadas como nunca por la injusta gabela de ganancias, sus dirigentes prefieren mantener los puentes con la Casa Rosada. ¡Y después se quejan que la izquierda avanza entre sus afiliados! Lo sorprendente sería que no lo hiciera, habida cuenta la defección de ciertos líderes sindicales de sus más elementales obligaciones de conducción.
Hay un tufillo extraño en todo esto. Muchos de los que pararon el 10 de abril pasado ahora se niegan a hacerlo, pese a que ninguno de los reclamos originarios han sido resueltos o que, inclusive, se han agravado inflación mediante. ¿Existe algún atenuante que explique esta prudencia desacompasada? No que se sepa o, al menos, que sea público. Para profundizar el equívoco, hace ya tiempo que Cristina no oculta su lejanía espiritual con los sindicatos peronistas y sus conductores, dejando en manos de algunos de sus ministros – los pocos que todavía quedan con algún barniz justicialista – la tarea de contenerlos. Es fácil advertir que ella tiene una relación vergonzante con los Caló, los Cavalieri o los Lingieri, seguramente elaborada desde sus días de juventud.
Puede entenderse tal cosa apenas con saber algo de historia. En los ’70, la presidente daba por hecho que los sindicalistas pertenecían a un colectivo execrable denominado “burocracia sindical”, una fuerza aparentemente irresistible que entornaba al general Perón y que lo desviaba del camino revolucionario oportunamente iniciado por él mismo y por Evita, la abanderada de los humildes. Los sindicatos eran la derecha fascista, los apretadores de la juventud maravillosa y – algo lamentable – los que arreglaban con la oligarquía las condiciones necesarias para que el movimiento obrero no sacara los pies del plato. Es altamente improbable, al menos para una mujer tan obstinada con el pasado, que aquél imaginario haya variado substancialmente pese al tiempo transcurrido.
Este pensamiento es harto conocido por quienes militan en la CGT oficialista, maliciosamente llamada “Balcarce”. Su lealtad ni siquiera ha sido recompensada por un mísero aumento del mínimo no imponible, un hueso a tiro de decreto. En rigor, es poco lo que, en término de logros sindicales, tienen para mostrar a sus afiliados como contrapartida de su fe oficialista. Es un hecho que buena parte de sus bases se siente agraviada por el robo mensual que significa el pago de ganancias. Más que nunca la pasividad de estos dirigentes frente al gobierno puede ser vista ahora como una componenda, en donde los dirigidos han sido transados ante funcionarios de segundo orden por razones poco claras. Esto puede que tenga un costo en términos de legitimidad, cuyas primeras señales tal vez se adviertan el próximo jueves. Cuesta imaginar cual es la conveniencia del sindicalismo oficialista de afrontar tantos riesgos a cambio de nada y cargando, por si fuera poco, con el abierto desprecio presidencial.
Entretanto, son muchos los integrantes de la clase media que prenden velas por el éxito de Moyano & Cía. Hay empleados jerárquicos sin representación sindical que también padecen la cleptomanía del gobierno nacional y que, por diversas razones, no pueden quejarse más allá de sus círculos sociales. En este punto, la alianza de clases que soñaba Perón está asegurada. El pos kirchnerismo de Cristina ha logrado el milagro de juntar a gorilas, izquierdistas y peronistas tras una causa común: la defensa del bolsillo, el “órgano más sensible del cuerpo humano”, como acertadamente sostenía Perón. Será para nosotros un motivo de ironía infinita el comprobar de cómo un gobierno que se dice justicialista fue capaz de mostrarse probadamente inflexible en su determinación de expoliar a los asalariados con una metodología tan impersonal y precisa durante tanto tiempo y con la complicidad de sindicatos otrora combativos.