[dc]M[/dc]artín Insaurralde estuvo visiblemente incómodo. De un momento para otro, y en medio del baile que debía protagonizar su novia – la escultural Jésica Cirio – Marcelo Tinelli se puso a organizar frenéticamente el casamiento de la pareja en vivo y en directo para todo el país. Previsiblemente, el popular conductor no les preguntó a los “beneficiados” por tamaño esfuerzo si aquellos bríos eran de su agrado.
Lo hizo, ciertamente, sin fijarse en gastos, al menos en lo que respecta al valor del segundo en el prime time de Canal 13. Durante más de una hora, Tinelli llamó telefónicamente a la presidente de la Nación, a Mauricio Macri, Daniel Scioli, Sergio Massa y Aníbal Fernández con la excusa de invitarlos a la fiesta de esponsales de Insaurralde – Cirio, evento del que, por ahora, no se tiene más precisiones que una fecha circa noviembre.
Sólo Cristina Fernández no atendió el teléfono. El resto sí lo hizo, aunque se notaba el desconcierto (y aún el fastidio) en sus voces por tener que escuchar como alguien extremadamente famoso hacía las veces de wedding planner de un diputado nacional al que, previsiblemente, no todos consideran su amigo, mucho menos su aliado. Fue ostensible el hecho que, durante muchos minutos, una parte principalísima de la política nacional se prestó voluntariamente a ser tomada a la chacota en uno de los programas con mayor audiencia de la televisión.
Es seguro que, en cuestión de rating, a Tinelli le fue muy bien. Los profesionales de la TV tienen la ventaja que las mediciones son en tiempo real, una prerrogativa de la que no gozan sus homólogos de la política. No es un secreto que, en cuestiones electorales, los interesados deben encargar encuestas a menudo costosas o, para estar más seguros, aguardar los resultados de las urnas para saber a ciencia cierta si su imagen o candidaturas han logrado prender entre los electores. Por tal cosa, mientras que la producción de “Bailando por un Sueño” alentaba a su conductor a continuar con la farsa de las invitaciones telefónicas porque el asunto funcionaba más que bien, Insaurralde – y en menor medida los supuestos convidados – se preguntaban si aquella ocurrencia les arrimaría algunos votos extras o espantaría los que ya tienen.
Es cierto que cualquier político estándar muere por estar junto a Tinelli. Algunos hasta inclusive cruzan los dedos para que sus imitadores aparezcan en los intervalos (cada vez más largos) que se intercalan entre una y otra pareja concursante del popular certamen televisivo. Pero lo que ocurrió en la noche del lunes escapa a cualquier especulación. Un diputado sometido a una mofa mediática en la que participó nada menos que un gobernador, un jefe de gobierno, un presidenciable y un senador, todos pillados por sorpresa y merced a la creatividad sin límites del conductor. ¿Es esto lo que buscaba Insaurralde? ¿O es – por el contrario – la némesis por prestarse, gracias a su hermosa mujer, a los manoseos de la farándula?
Es complicado abordar el asunto desde la lógica de los resultados simplemente porque no se conocen las consecuencias que, para los políticos implicados, esta pulla pudiera haber tenido. Es más que probable que ya haya encuestadores midiendo todo esto pero, seguramente, lo que obtengan de sus pesquisas no será del dominio público, al menos sin que sea convenientemente tamizado por sus contratantes. Pero no es desde esta perspectiva donde lo que ocurrió debe ser analizado.
La cuestión remite a un aspecto mucho más profundo y del que se habla poco por estos tiempos. ¿Debe un político prestarse a cualquier cosa por ganar algo más de fama? ¿Es más redituable tener una novia modelo – dejando de lado lo agradable que pueda ser – que una carrera estrictamente vinculada a la cosa pública? La política siempre ha sido espectáculo, de esto no hay dudas. Ortega y Gasset escribió en “Mirabeau o el político” que detrás de todo hombre público hay un actor, porque el medio en el que se mueve lo obliga, con gran frecuencia, a cambiar de roles, mudar de sentimientos o alterar deliberadamente sus más íntimas convicciones. Esto no debería sorprender: como el tema se trata del Poder, el ser humano que voluntariamente lo corteje estará obligado a ser muchas personas en una, porque así son sus reglas.
Sin embargo, nótese que la caracterización de “actor” no comprende ni obliga a secundar una obra en la que el político no es el protagonista ni ha escrito su guión. Meterse en una aventura semejante es obrar con temeridad. No en vano la palabra “dirigente” remite a la conducción, un rol que, conforme se ha visto, monopolizó Tinelli durante eternos minutos. Es innegable que el país asistió a un momento bizarro en el que referentes importantes fueron manipulados a su antojo por un comediante que tiene una popularidad que los supera, sin resistirse ni negarse a tal cosa. Tal vez no se concuerde con este punto de vista, pero estas no son conductas convenientes en quienes deben manejar los asuntos de Estado.
En un ejemplo extremo de esta confusión de roles está el caso de Fernando de la Rúa. En 2001 y alentado por un grupo de diletantes conocido como “Grupo Sushi”, el entonces presidente concurrió al programa de Tinelli con el propósito de mostrarse vivaz y activo, sumergiéndose de lleno en la que se presentó como inevitable ceremonia de iniciación destinada a ganarse el amor popular. Ocurrió exactamente lo opuesto. Resignando voluntariamente a su condición de actor principal de la política argentina, De la Rúa confundió el nombre de la mujer del animador y terminó siendo rescatado por el Oso Arturo ante los forcejeos de una airada persona que logró llegar hasta él durante la entrevista. Tras el sofocón, equivocó ostensiblemente la salida del estudio mientras Tinelli balbuceaba alguna explicación por lo sucedido. Algunos hasta llegaron a especular que aquél papelón mediático marcó el principio del fin de su gestión. Lo que es seguro es que De la Rúa asumió un riesgo innecesario, del mismo modo que Insaurralde y sus “invitados” lo asumieron recientemente en el “Bailando”.
Párrafo aparte merece la actitud de la presidente. A nuestro juicio estuvo muy bien al negarse a responder a una comunicación inesperada y que ella no había buscado. Al hacerlo sugirió simbólicamente que es ella la que impone los tiempos, que no renuncia al papel central que le toca jugar como primera actriz del espacio simbólico que constituye la política. Tal vez – no se niega la posibilidad – a cierta gente su renuencia le haya parecido soberbia, pero este es un riesgo que debe correrse. Es siempre mejor que se hable por lo que uno dice o haga que por lo que otros le obliguen a decir o hacer. Es una regla primordial que sólo Cristina pareció respetar mientras que los demás preferían jugar a la ruleta rusa organizada por Tinelli en vivo y en directo.