Por Pablo Esteban Dávila
[dc]H[/dc]ay gente que cree que la política consiste en denunciar. Que presentar muchas denuncias los hace importantes, que los acerca a la posibilidad de acceder a un martirologio al estilo del fiscal José María Campagnoli, siempre redituable ante la opinión pública. Que concurrir a tribunales con un escrito bajo el brazo opera como una tintorería a futuro, blanqueando las propias omisiones o metidas de pata. Graciela Ocaña es una de esas personas.
Aunque hace mucho tiempo que se separó de Lilita Carrió – su mentora original y de quién recibió el apodo de “hormiguita viajera” – conservó de ella su irresponsable propensión a las imputaciones mediáticas. Al igual que los vasos de agua, Ocaña nunca le negó a nadie una denuncia. Sin embargo, sus resultados prácticos han sido escasos, probablemente porque muchas de sus presentaciones estaban más flojas de papeles que los supuestos hechos de corrupción que pretendía desenmascarar.
Son difíciles de olvidar los motivos por que los caminos políticos de Ocaña se separaron de los de Carrió. En el año 2004, cuando se escuchaban con fuerza los llamados del expresidente Kirchner para que los progresistas argentinos se integraran en una transversalidad política (convenientemente liderada por él), Ocaña decidió que era Néstor y no Lilita quién materializaría sus aspiraciones ideológicas así como, en su momento, mucha gente de la UCEDE concluyó que Carlos Menem era el verdadero apóstol de las ideas liberales y no Álvaro Alsogaray. Lilita nunca perdonó aquella traición, bastante similar a las que ella misma protagonizara con otros líderes antes de sufrir en carne propia la propinada por su discípula.
Ya en el gobierno kirchnerista, a Ocaña le fue concedida la tarea de normalizar al PAMI en llamativa hipérbole con la decisión de Menem – tomada en 1997 – de colocar en ese mismo cargo a un militante de la UCEDE reconvertido, el recordado Víctor Alderete. Posteriormente, en 2007, la presidente Cristina Fernández la designó como Ministra de Salud, cargo del que se alejó con más pena que gloria en 2009, en medio de una epidemia de dengue y gripe A que Ocaña no supo combatir. Sin embargo, la dimitente intentó presentar su salida como parte de una lucha épica contra la corrupción de las obras sociales sindicales y no como el fruto de su impericia. Al poco tiempo de ser eyectada denunció a una “mafia de los medicamentos”, que complicaba al propio gobierno que había integrado. Su talento en el arte de la traición no podía ser discutido.
Ahora denuncia a “Fútbol para Todos”, diciendo que los jefes de Gabinete (Aníbal Fernández, Juan Manuel Abal Medina y Jorge Capitanich) “permitieron” un presunto “fraude” en el reparto de los fondos públicos dedicados al programa. La hoy diputada nacional reclama “conocer los pagos que realizó la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) y cómo este dinero se distribuyó entre sus asociados”. Como si descubriera una verdad revelada, acusa que el gobierno destinó en un principio unos 600 millones de pesos al año “un importe que no ha sido sustentado suficientemente en el expediente”, descubriendo (¡cinco años después!) que “el sector privado venía pagando 350 millones de dólares y ahora casi se duplicó la cantidad y no está fundamentado (el incremento en el gasto)”.
Es difícil mostrar alguna empatía con esto. Fútbol para Todos es una creación política, manejado por un Estado que ni siquiera puede garantizar servicios básicos a la población. Como toda decisión política, hay transferencias de recursos que son opinables, toda vez que su producción es bancada por impuestos de gente a la que no les importa el fútbol, así como Aerolíneas Argentinas tiene un déficit que financian muchos millones de argentinos que probablemente nunca volarán en uno de sus aviones. El estatismo tiene cara de hereje, algo que debería saber Ocaña. Después de todo, cuando ella era una de las más ardorosas kirchneristas, fueron estatizadas muchas de las empresas que hoy son un barril sin fondo, inclusive la que preside Mariano Recalde, nacionalizada a mediados de 2008. El mismísimo Fútbol para Todos fue creado apenas un mes antes de su partida del gobierno y, que se sepa, jamás lo objetó (incluso afirma que no se opone al mismo). Ocaña llama corrupción a lo que otros, más apropiadamente, califican como un vulgar despilfarro de recursos públicos.
Si a Ocaña no le gustan los manejos de Fútbol para Todos debería proponer algún proyecto alternativo, no una denuncia. Y no una de esas propuestas de tipo romántico, que sostienen tan ingenua como perversamente que el problema es sólo de los hombres (o mujeres) que dirigen tal o cual emprendimiento del Estado, sino algo más de fondo. Por ejemplo, si el fútbol no debería acaso regresar a manos privadas, en donde el precio de algún desaguisado lo pagasen los anunciantes o los clubes, o si debería licitarlo entre aquellas empresas que pidieran menos dinero para mantenerlo en la televisión abierta o cosas por el estilo. Porque Ocaña no debería ignorar que seis mil millones (es lo que ha costado hasta el presente) es mucha plata para que sea manejada libremente por burócratas, o para que el gobierno nacional ponga al aire insoportables propagandas políticas, muchas veces utilizadas para denostar a sus adversarios en el prime time.
Lo que hace Ocaña es lo que han hecho toda la vida los amantes del Estado que, sin embargo, se horrorizan con los manejos que se hacen de los fondos públicos. Aunque se diga lo contrario (con más voluntarismo que evidencias) a mayor estatismo existe mayor corrupción. Y, como el populismo necesita siempre de la acción estatal, la regla puede trasladarse sin alteraciones al punto tal de poder afirmarse que, a mayor populismo, más corrupción. Son las constantes que rigen en la Argentina y buena parte de Latinoamérica. Y esto se exacerba cuando el asunto de que se trata es, nada menos, que el más popular de los deportes transformado, precisamente, en un ícono del populismo K. Nunca se supo que Ocaña fuese una detractora de este orden de cosas, que nació casi en el mismo momento en el que juraba como interventora del PAMI.
Pero el país no escarmienta frente a los dirigentes de este tipo, siempre encaramados en algún lugar del Estado y que, por lo que se ha visto, nunca han servido para más cosas que para denunciar a otros. Lo más lamentable no son sus denuncias sino el hecho que alguien siempre termina votándolos, o que otros con mayor poder frecuentemente los convoquen para integrar algún gabinete. Nunca están sin trabajo público. Es como si la impericia o la incapacidad de construcción de esta gente dieran algún tipo de lustre a quienes sí saben edificar poder. Es algo extraño, patológico, pero es lo que ocurre. Para peor, cuando este tipo de dirigentes se terminan alejando de quién supo cobijarlos, lo más probable es que terminen mordiéndole la mano, como si jamás hubieran tenido nada que ver con esos que se ensucian los zapatos en el arte de la política arquitectónica.
Nos confesamos cansados de las denuncias de Ocaña y de sus denuncias de gatillo fácil. Aunque esta vez las víctimas sean los K.