El orden K: de Cristina a Randazzo

Por Gonzalo Neidal

CDA_8540[dc]E[/dc]l ministro del Interior y de Transporte, Florencio Randazzo, está ya en plena campaña electoral. Y eso no es objetable, por cierto. Casi todos los políticos más prominentes, a los que se les adjudica alguna chance electoral por mínima que fuere, están trabajando ya con vistas a las aún lejanas elecciones presidenciales.
En ese marco pueden ser comprendidas sus declaraciones de la víspera, en relación con los grafitos con los que un grupo de jóvenes exhibieron su amor por el arte, en algunos vagones del ferrocarril Sarmiento. Dijo Ranzdazzo en declaraciones a una radio capitalina: “Si fuera mi hijo le dejo el traste sabés cómo ¿no? Por pelotudo”. El ministro sorprendió con su módico exabrupto, su reprensión casi amigable.
Es probable que sus encuestadores le hayan dictado al oído que los relevamientos más recientes están arrojando una demanda de orden por parte de los ciudadanos consultados. Que la gente, ya está un poquito harta de los desmanes de distinto orden, que van desde crímenes, asaltos, cortes de ruta, manifestaciones callejeras, disturbios en el fútbol, en los bailes, etcétera. Es probable que los recientes dichos del Sergio Berni, el secretario de seguridad, también estén inscriptos en la misma percepción del humor social de estos días. Hace pocas horas Berni afirmó que el que corta una ruta es un delincuente.
El candidato rival de Randazzo en la probable interna del Partido Justicialista es Daniel Scioli. Y el gobernador de Buenos Aires es visualizado por la opinión pública como una persona moderada, partidaria del orden y, en ese sentido, lejano del bullicio revoltoso y amenazante que impone La Cámpora con su adhesión a Cristina y sus promesas de violencia para el caso de que “la toquen”. Es probable que, por ejemplo, Eugenio Zaffaroni no coincida demasiado con el punto de vista inopinadamente severo del ministro a quien pareciera que la pintura en los vagones le ha dolido tanto o más que la tragedia de Once.

Remontar la cuesta
Si es que Randazzo y el gobierno de Cristina en esta última etapa, intentan hacerse pasar por chicos buenos, tendrán que remontar la empinada cuesta que ellos mismo han construido en estos años desde el poder.
El gobierno no se presenta a sí mismo como pacífico y tolerante. Al revés, desde el comienzo mismo, Cristina ha elegido la exhibición de bravura y crispación como su tono identificatorio, como su marca de gestión. En eso intenta parecerse a Evita que, en la defensa de los pobres, cargaba sus flechas con odio pues ese tono, entendía, era el más apropiado para la magna tarea liberadora que se había propuesto.
Cristina tiene el temperamento exacto para canalizar las teorías de Schmitt y Laclau acerca de la construcción de los enemigos y la división del país en dos bandos irreconciliables. Ya hacia el final de su mandato y ante la evidencia de debilidades incontrastables en la economía y grietas insalvables en el terreno de la política, Cristina parece más dispuesta al diálogo o, cuanto menos, a una merma de la agresión. Es que tampoco tiene margen para demasiada firmeza, en ninguno de los terrenos de confrontación que había elegido.
Si se había pensado como una suerte de líder de América Latina, Cristina ha debido resignar esa condición. Su alianza con Venezuela y Cuba se fue deslizando hacia la situación actual de buenas intenciones con Estados Unidos, negociaciones con el Club de París, arreglos con el CIADI, pago generoso a REPSOL y gestos tales que estamos muy lejos de reprobar. Sólo los señalamos para apuntar que la bravura original ha ido en mengua, cubierta por un manto de realismo que, de todos modos, el gobierno no termina de aceptar de buena gana sino a regañadientes.
Aquellos guiños a la revolución suponían la aceptación del desorden y, en algunos casos, de desmanes pues en el imaginario revolucionario se supone que las masas movilizadas siempre son improlijas y poco afectas a atenerse a las normas convencionales de urbanidad. Por eso el gobierno aprobó y defendió a los barrabravas, celebró los escupitajos a fotos de periodistas, defendió a D’Elía cuando tomó una comisaría en la Boca y toleraba cualquier tipo de manifestación violenta con el argumento de que no debía criminalizarse la protesta. Todo eso para no recordar que este gobierno reivindica la violencia montonera de los años setenta, impregnada de crímenes y asesinatos de militares, sindicalistas y dirigentes políticos.
Por si faltara algo, ahí están los intelectuales de Carta Abierta para darle un marco teórico a las fricciones sociales y también para rechazar burlonamente cualquier pedido de orden pues éste es siempre una vocación de “la derecha”. La izquierda, en cambio, por su origen plebeyo, se sentiría como el pez en el agua en medio de las turbulencias sociales, movilizaciones, tomas de fábricas, bloqueos, etcétera.
Pues bien, todo ello parece haber terminado. Ahora aparece Randazzo queriendo hacer una suerte de linchamiento light (patadas en el trasero) a los jóvenes que pintan los trenes del Sarmiento, burlando a la Guardia de Infantería que –desacostumbrada a las batallas- ni siquiera pueden cuidar un par de vagones que le confían a su custodia.
Parece que se acabaron los tiempos de bravura revolucionaria. Ahora Randazzo, para continuar a Cristina, quiere presentarse como un chico ordenado y prolijo, enemigo de los desmanes.
Es decir, quiere parecerse a Scioli.