Por Daniel V. González
[dc]H[/dc]oy se cumple un cuarto de siglo de la elección de 1989 en la que triunfó Carlos Menem y accedió a su primera presidencia. También se cumplen 19 años de los comicios de 1995, que le significaron un segundo mandato, tras la reforma constitucional de 1994.
Menem llegaba a la elección de 1989 como candidato firme a un triunfo sin problemas. El gobierno de Alfonsín no había sido bueno sobre todo en lo económico y el candidato oficialista se encontraba en una incómoda situación: si cuestionaba al gobierno podía enajenarse una parte del voto radical; si no lo hacía, no podría sumar para conseguir la presidencia. Eduardo Angeloz optó por la crítica a la política económica en marcha, a tal punto que con sus declaraciones hizo renunciar, ya en plena campaña electoral, al titular del Palacio de Hacienda, Juan Vital Sourouille.
En esa campaña Menem se presentaba como un peronista clásico, un populista con algunas gotas de ambigüedad pero, en lo esencial, su promesa era la de restablecer un orden económico fundado en el mercado interno, el crecimiento industrial, los aumentos de salarios y el resto de la panoplia clásica del peronismo.
Eduardo Angeloz, en cambio, centró su campaña en el ordenamiento de las cuentas públicas, la baja de la inflación y el orden económico. Es recordado su “lápiz rojo”, con el que pensaba tachar todo gasto improcedente que desbordaban las posibilidades del estado. Se lo vislumbraba, además, como un privatizador de las empresas públicas.
Menem fue un amplio triunfador en esos comicios. En realidad, su batalla más dura se había librado en julio de 1988 en el interior del Partido Justicialista. Fue entonces que disputó la candidatura presidencial, acompañado por Eduardo Duhalde, contra el binomio Antonio Cafiero – José Manuel de la Sota. La prensa y la percepción de la clase política daban por seguro un triunfo de Cafiero, quien en ese momento era gobernador de Buenos Aires, tras derrotar al radical Casella en 1987. El triunfo de Menem parecía imposible y todos lo daban por derrotado. Pero ganó. En relación con esta batalla, la elección presidencial fue mucho menos complicada y con pronóstico más previsible.
Un año bisagra
Mientras Menem ganaba los comicios y asumía la presidencia, en el mundo ocurrían acontecimientos que, un par de años antes, resultaban imprevisibles: el mundo socialista se derrumbaba, caía el Muro de Berlín y cambiaba para siempre la historia mundial.
Y con esta implosión, tomaban fuerza algunas ideas y otras, en cambio, mostraban su ineficacia. Como bien señaló Francis Fukuyama en su cuestionado libro El fin de la Historia y el último hombre, la economía de mercado y la democracia republicana mostraban su eficacia frente al sistema político autoritario y la economía planificada que regía en el mundo socialista. Un cuarto de siglo más tarde, esta certeza no ha cambiado en lo esencial.
Contra todos los cálculos previos una vez que llegó al gobierno Menem tomó un rumbo distinto al previsible: se alejó del surco nacionalista-populista y comenzó a realizar una cantidad de reformas en la estructura productiva que fueron el rasgo distintivo de su gobierno: privatizaciones, reforma del estado, desregulación económica, convocatoria al capital extranjero. Sumó a esto la vigencia irrestricta de las libertades públicas y una reorientación de la política exterior argentina hacia Occidente y los Estados Unidos.
El pueblo vota al hereje
Sus críticos saltaron enojados: ¡Menem había engañado a sus votantes! Había ocultado que tomaría un rumbo liberal en su política económica, había conquistado los votos con otro discurso y, una vez en el poder, estaba tomando medidas que iban en la dirección contraria a la anunciada.
Pero los comicios siguientes mostraron que no había tal engaño: ganó las elecciones de 1991, las de 1993, la constituyente de 1994 y la elección presidencial de 1995. Lo que sucedía aparecía como un horror a los ojos del espectro político populista y socialista de la Argentina y el mundo: Menem, con ideas económicas liberales, hacía crecer la economía y, además, ¡horror de los horrores! era votado mayoritariamente sobre todo por los sectores más pobres de la sociedad argentina.
El gobierno de Menem está asociado a dos palabras esenciales: privatizaciones y convertibilidad. El mundo de las clases medias progresistas vivían con recelo que una política económico liberalizadora pudiera hacer crecer la economía, detener la inflación y, además, ser votada mayoritariamente. No podían explicar este fenómeno.
Es que la fórmula de Domingo Cavallo había logrado parar la inflación. Allí donde habían fracasado todos, Menem y Cavallo habían conseguido un éxito resonante. Claro que fue a costa de establecer un tipo de cambio fijo que, a la postre, sería el talón de Aquiles de todo el esquema.
Con estabilidad, cobró sentido nuevamente el presupuesto público, los empresarios privados podían planificar sus inversiones, reapareció el crédito a largo plazo, el consumo se expandió. Además, durante esos años el país logró el autoabastecimiento petrolero y el agro se preparó silenciosamente a nivel de inversiones y tecnología para potenciar su producción. Estos dos factores (petróleo abundante y agro potente) fueron frutos de los años de Menem que permitieron aprovechar las benéficas condiciones de la década siguiente.
Tras un deplorable intento fallido de una tercera presidencia, Menem abandonó el poder con una alta imagen positiva. Sin embargo, el plan de convertibilidad ya estaba herido de muerte. La indisciplina fiscal de los años posteriores al abandono de Cavallo del Ministerio de Economía habían sellado la suerte del exitoso programa. Además, si bien había logrado absorber la crisis de México (1994) ya se tornaba imposible no acusar el impacto de la crisis de Brasil en 1999.
Y sobrevino la hecatombe. Los populistas respiraron aliviados. Con su rechazo al mecanismo de la convertibilidad, pusieron en la misma bolsa las privatizaciones, las desregulaciones del mercado local y la disciplina fiscal de los primeros años. Cualquier intento de liberalizar la economía es estigmatizada con el recuerdo del estallido de 2001.
A partir de ahí y con las brillantes circunstancias económicas del mercado mundial a partir de 2002, revivieron las ideas populistas en economía: la indisciplina fiscal no estaba mal, la emisión monetaria no produce inflación, el gasto público puede expandirse sin problemas. El excedente petrolero se transformó en un déficit espantoso en la balanza comercial. Los subsidios indiscriminados poblaron el presupuesto, volvieron a manos del estado algunas empresas privatizadas, retornando a la situación de déficit anterior a las reformas de los noventa. Etcétera.
Ahora se vive un nuevo fin de ciclo. Pese a las ultra favorables condiciones que vivió el país a partir del comienzo del siglo, hemos retrocedido en muchos aspectos que habían sido superados en los abominados años noventa. No sería raro, entonces, que algunas de las ideas que signaron el gobierno de Menem, iniciado con su triunfo electoral de hace 25 años, sean retomadas por necesidad en el futuro cercano.
El péndulo argentino sigue funcionando.