Por Daniel V. González

[dc]L[/dc]a presencia del escritor cubano Leonardo Padura en la Feria del Libro de Buenos Aires, y su secuela de entrevistas en diversos medios, despertó nuestra curiosidad e interés. Se trata de un autor que comenzó a sonar fuerte en Argentina a partir de su magnífico El hombre que amaba a los perros, que relata la historia, en diversos escenarios, del asesino de León Trotsky, Ramón Mercader del Río.
Que las cosas están cambiando en Cuba lo demuestra, como reconoce el propio Padura, que le haya sido concedido el Premio Nacional de Literatura en su propia patria, algo que tradicionalmente ha sido negado a quienes no hayan dado pruebas firmes de su adhesión al proyecto político de los hermanos Castro o que no hayan expresado con claridad su fe y confianza en el socialismo.
En una de las entrevistas, en el programa de los periodistas Ernesto Tenembaum y Marcelo Zlotogwiagda, Padura planteó uno de los temas que sobrevuelan cada vez que se considera la obra de un artista, intelectual o científico que a la vez tiene posiciones o adhesiones políticas definidas.
Debemos confesar que Padura nos sorprendió en dos sentidos. El primero de ellos fue su extrema moderación en la crítica al régimen cubano. Apuntó fundamentalmente a la falta de libertades y a los problemas económicos. Sus libros, de todos modos, exudan objeciones menos directas pero quizá más duras que las que provienen de las opiniones políticas del propio autor.
Pero lo que más nos llamó la atención fueron sus conceptos sobre Mario Vargas Llosa. En este punto, Padura perdió la compostura y abandonó la moderación que, al parecer, forma parte de su temperamento. Se mostró admirador de la obra de Vargas Llosa pero rechazó con duras palabras su ideología “neoliberal”. Calificó el pensamiento del escritor peruano como “cavernario” y dio por sentado lo malo que resulta el “neoliberalismo” para los países. Hasta tuvo la imprudencia de poner a la Argentina como ejemplo. “Ustedes lo padecieron”, dijo. Por supuesto, los conductores del programa asintieron con convicción.
Vargas Llosa no necesita, claro está, ser defendido por nadie. Pero si existe un adjetivo que no le cabe es el de “cavernario”. Es conocida su posición en temas tan controvertidos como el matrimonio entre personas del mismo sexo, el aborto y el consumo de drogas, por citar sólo algunos. Confesamos nuestra ignorancia acerca del momento exacto en que Padura llegó a la conclusión de que en Cuba escasean las libertades. Lo que sí sabemos es que Vargas Llosa tuvo en claro esa situación hace más de cuarenta años, en 1971, cuando junto a otros intelectuales de todo el mundo defendió a Heberto Padilla con una dura condena hacia el régimen de Castro, que ya mostraba sus dientes.
Obra y autor
Padura se mostraba muy enfático y hacía un gran esfuerzo por aclarar que él adoraba la obra de Vargas Llosa pero que de ninguna manera compartía sus puntos de vista políticos. “Sus libros parecen escritos por alguien de izquierda”, dijo, para contrastarlo con el pensamiento político y económico del peruano, que considera abominable.
Es probable que el talentoso escritor cubano, necesite tomar distancia del cubano. Quizá tema, con acierto, que si se encamina en la defensa de la libertad, esté iniciando un periplo que lo lleve hacia posiciones vecinas a las del autor de Conversación en La Catedral. Con el tiempo quizá Padura descubra que las libertades políticas son indisociables de la existencia de una economía de mercado, donde las personas puedan fabricar, producir y comerciar en una ancha franja de libertad creadora.
Pero Padura replantea un tema antiguo: ¿hasta qué punto puede separarse a un artista de sus opiniones políticas? O, dicho de otro modo, ¿podemos disfrutar la obra aunque estemos distantes de la ideología del autor? No son pocos los que se privan de las novelas y los ensayos de Vargas Llosa por las enérgicas condenas del autor hacia los regímenes totalitarios de izquierda.
Los regímenes autoritarios, de izquierda y de derecha, siempre intentan la ímproba tarea de encarrilar el arte en los estrechos rieles de una causa política. Decretan la necesidad de un arte socialista, proletario, nacional y popular o nacionalista, que refleje “el interés de la patria” o bien “las luchas populares”. El resultado es siempre un fiasco estético carente de belleza, creatividad y frescura. El “realismo socialista” de Stalin no estuvo ausente en la Cuba en la que creció Padura. ¿Será por eso que el gran escritor cubano se muestra propenso a poner reparos ideológicos al momento en que se habla de literatura?
El arte “revolucionario”
En la Argentina también hemos padecido la condena ideológica de autores brillantes. El caso más notable es el de Borges, víctima de las burlas, groserías y otros actos desconsiderados en razón de su antiperonismo. El rechazo populista alcanzó también a otros escritores como Victoria y Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y todo el grupo de la Revista Sur. El caso de Julio Cortázar es distinto: rechazado por el peronismo fue siempre un gran referente literario del progresismo argentino.
Muchos hombres y mujeres de la generación de los setenta comenzaron a leer ya en su adultez a Borges, cuando pudieron liberarse del prejuicio nacional y popular de que se trataba de un autor cipayo y que su anti peronismo tornaban despreciables todos los textos que pudiera producir.
Este concepto autoritario y tosco sobrevive con cierta lozanía en el populismo que todavía nos gobierna. Hace un par de años nada menos que el presidente de Biblioteca Nacional impugnó que Mario Vargas Llosa, que acababa de ganar el premio Nobel de Literatura, inaugurara la Feria del Libro. Consideraba que sus puntos de vista políticos resultaban “inapropiados” (sic).
Si hay algo cavernario no es el pensamiento liberal y por definición extremadamente tolerante y propenso a la diversidad de Vargas Llosa sino esta idea de que un escritor es brillante o condenable en función de sus adhesiones políticas. Y esta idea de domesticar al arte nace siempre con el establecimiento de salvedades entre la obra y las ideas políticas del autor. De ahí a la proscripción hay un solo paso.
Pero hay algo más. La lógica de estos intentos por purificar el arte y hacerlo “revolucionario” llevan siempre a el entronizamiento de la mediocridad en la medida en que el artista se identifique con “la revolución” y dedique su obra “al pueblo”.
Detrás de todo rechazo a un Wagner por razones políticas, siempre aparece –merecidamente- un León Gieco.