Por Daniel V. González
[dc]S[/dc]e denomina con el despectivo vocablo “burbuja” todo crecimiento económico poco consistente, que no puede sostenerse por su propia dinámica y que no tiene proyección sólida para el mediano y largo plazo. Un crecimiento frágil como… una burbuja. Estos años de economía K cumplen con todos los requisitos para ser calificada con esa denominación.
Las noticias que abundan por estos días nos hablan de estrepitosas caídas en las ventas de automotores y motos, subas de las tasas de interés, inflación elevada, caída en la producción industrial, disminución de los salarios reales y datos por el estilo.
El gobierno, sus ideólogos y sus economistas no atinan a explicar qué es lo que está pasando. Balbucean explicaciones fragmentarias o bien directamente ignoran los temas, no los mencionan, con la esperanza que de ese modo desaparezcan de la consideración pública y la gente, el pueblo, construya en su cabeza una realidad distinta a la existente.
La explicación de los hechos, el llamado “relato”, está comenzando a tener sus cimbronazos más fuertes. La línea argumental del gobierno no podía ser otra que la elegida: poner las culpas en hechos y circunstancias ajenas a la política oficial.
La devaluación, que resultó inevitable por el permanente atraso del tipo de cambio respecto de la inflación, no fue una decisión del gobierno, según reza el discurso oficial. Tanto Carta Abierta como los periodistas afines sostuvieron que se trató de algo que el gobierno hizo contra su voluntad. Algo que simplemente sucedió contra los deseos de Cristina. Una suerte de golpe de mercado que no pudo evitarse.
Ahora llegó la hora de algo más duro: la caída en la producción automotriz, que llega al 35% si se compara abril pasado con el mismo mes del año anterior. Un fuerte sacudón explicable por varios factores inherentes a la política económica local. La merma en el nivel de actividad económica es uno de los factores. El alza de las tasas de interés complica la venta a plazos. La caída del salario real es también un factor. Pero la presidenta miró hacia otro lado. Brasil le compró menos autos a la Argentina y sin duda contribuyó también a generar una menor demanda. Pero ninguno de los motivos locales fueron tenidos en cuenta. No merecen ninguna consideración, ni explicación, ni reflexión.
Llegar como sea
No es razonable pedirle a este gobierno que realice políticas que enderecen la situación económica pensando en un plazo mayor al que le resta en el poder. Uno de los rasgos de nuestra adolescencia política consiste, justamente, en que quienes gobiernan piensan apenas en su propia subsistencia. Hasta ahí alcanza su mirada. Ampliar su poder, conservarlo y permanecer en él todo el tiempo que se pueda. Ese es el objetivo y ningún otro.
El kirchnerismo quiere irse en los mejores términos posibles, con los menores ajustes realizados. Si hay que acomodar las variables con padecimientos económicos y sociales, que sea el gobierno que sigue quien haga ese esfuerzo. Eso, además, hará que el pueblo extrañe los gloriosos años de Néstor y Cristina, cuando todos consumíamos bajo el paraguas protector de la maldita soja.
Un cálculo similar al que hizo Menem durante sus últimos años de gobierno: sembró minas que complicaban la situación fiscal de quien lo sucediera. Todo estalló. Pero… ¡sorpresa! la gente no pensó en el regreso de Menem como garantía de una nueva era de estabilidad. Le dio la espalda y abrazó a Kirchner, un menemista que renegaba de su filiación.
Lo que sigue en los meses venideros es una pulseada entre el gobierno y la realidad creada por su propia política económica y social. Una verdadera sintonía fina, con ajustes diarios, cornisas, tiras y aflojes. El objetivo ya no es la liberación de América Latina sino llegar como fuere a la entrega del poder en condiciones más o menos aceptables donde la palabra “fracaso” sea, al menos, discutible. Una situación en que aún cuando sea evidente el deterioro, quede un saldo positivo claro de esta década llamada ganada.
Pero incluso este modesto objetivo no es sencillo de conseguir. La inflación está haciendo estragos. El nivel de actividad va cayendo de un modo ostensible. Se logró frenar la escalada del dólar pero la meseta a la que se ha arribado es de gran fragilidad si sigue la inflación. El gobierno se resiste a bajar el gasto pues aprecia ese instrumento por sus efectos políticos inmediatos y enderezados hacia su entorno más próximo.
La pugna entre el ministro de economía Axel Kicillof y el presidente del Banco Central Juan Carlos Fábrega, denota la tensión entre las necesidades políticas del gobierno y la realidad, que va imponiendo la estrechez del sendero por donde se transita.
Kicillof seguramente suena más agradable a los oídos presidenciales. Ella ha de estar embelesada por las disquisiciones teóricas del joven profesor keynesiano. Fábrega, en cambio, es la severa voz de la prudencia fiscal y monetaria. Alguien que ve con claridad los peligros que se acercan si se continúa con la política dispendiosa y el populismo irresponsable de los últimos años.
Son los dos caminos entre los que debe elegir la presidenta. En realidad, lo estamos viendo, el gobierno elige ajustar lo menos posible. Evitar excesos que lleven a un estallido. Pero, asegurado ese objetivo, gastar todo lo que se pueda para disimular todo lo posible el receso económico. Como decíamos arriba: una sintonía fina dictada por el pragmatismo. La necesidad de una expansión fiscal y monetaria que mueva la economía versus los límites que aconseja la prudencia ante la posibilidad de un derrumbe que barra las ambiciones políticas futuras.
Un zigzag que, en cualquier caso, revela que la burbuja K ya es cosa del pasado.