Pasión por el ácido desoxirribonucleico

Por Pablo Esteban Dávila

unen_amdan3_69910[dc]A[/dc]yer se presentó el colectivo político Frente Amplio – UNEN (FAU) con gran suceso periodístico. Razones no faltan: es el primer experimento de buena parte de la oposición no peronista para disputar el poder en 2015.
A primera vista, el FAU parece algo promisorio. Conviven nombres rutilantes – Lilita Carrió, Pino Solanas y Julio Cobos, entre otros – con la estructura territorial del radicalismo que, pese a todos los golpes recibidos, continúa siendo el segundo partido nacional. Pregoneros tampoco le falta, pues muchos de sus integrantes son miembros estables de cuanto programa político exista y reconocidos opositores kirchneristas. Tampoco son improvisados ni emergentes milenaristas; al contrario de lo ocurrido en 2002, cuando los reclamos de la “nueva política” parecían eclipsar cualquier buen dirigente tradicional, sus integrantes están fogueados en la vida partidaria y conocen de triunfos y derrotas en sucesivas elecciones. No son, por lo tanto, malos augurios.
Sin embargo, existe un problema desde su propia enunciación, más allá del sustantivo en que pretende transformarse el acrónimo. En general, se opta por atajos semánticos como “colectivo” o “espacio” para definir un conjunto que, en rigor, debería ser llamado “pacto” o “alianza”, a la usanza de los grandes proyectos políticos con múltiples integrantes. Pero deliberadamente se abstiene de llamarlo de esta forma porque, sencillamente, la palabra “alianza” tiene un déjà vu trágico en la subconsciente argentino.
Es triste comprobar que, en la política nacional, “Alianza” sea una palabra a evitar, una suerte de yeta semántica. En realidad, es un bello vocablo de connotaciones místicas, de aquellas tan cercanas a la señora Carrió. En las escrituras es posible encontrar un objeto sagrado denominado “arca de la alianza” y, en la liturgia cristiana, se hace mención a la “alianza nueva y eterna” entre Dios y los hombres. Parece claro que, en materias celestiales, “alianza” es preferida a “pacto” o “acuerdo” para denotar un consenso entre varias partes. Pero no ocurre lo mismo a niveles terrenales.
Esto tiene una explicación nada complicada. Entre 1999 y 2001, la Argentina fue gobernada por una coalición denominada “Alianza” e integrada por muchos de quienes hoy componen UNEN. Tras dos años de penoso gobierno, el presidente Fernando de la Rúa tuvo que renunciar en medio de una crisis terminal. El helicóptero despegando de una Casa Rosada sitiada por manifestantes iracundos se transformó en la estampita de aquél período del cual nadie parece hacerse cargo.
Desde aquél momento, la palabra “Alianza” se transformó en un sinónimo de bolsa de gatos, de amontonamiento sin sentido práctico. Aunque todo el mundo reconoció, en su hora, que el entendimiento entre el FREPASO y la UCR (convenientemente salpimentado por muchos progresistas que hoy gustan de proclamar su fe kirchnerista) fue una extraordinaria herramienta para arrebatarle el poder al peronismo, su frustrante performance en el gobierno desacreditó cualquier tipo de ilusión inicial. Las desinteligencias entre Chacho Álvarez y la UCR dinamitaron la gobernabilidad del frágil De la Rúa, algo que terminó agravándose por las desavenencias ideológicas dentro del propio radicalismo, parte de cuya dirigencia parecía no comprender cabalmente que el partido debía conducir los destinos de la Nación. El fracaso aliancista fue tal que terminó desplazando del imaginario público a la “Unión Democrática” como símbolo del rejunte político. La Unión Democrática fue el acuerdo electoral de 1946 forjado entre conservadores, comunistas, radicales y socialistas para evitar que Juan Domingo Perón llegase al poder, algo que no pudo evitar. Tamborini – Mosca fue una fórmula perdedora, pero De la Rúa – Álvarez terminó siendo un binomio suicida.
La asociación entre el FAU y la Alianza es demasiado tentadora como para no mencionarla. Ya José Manuel de la Sota opinó que aquél se parece demasiado a su antigua versión fallida, en tanto que al propio De la Rúa le pareció prudente aclarar que “no es lo mismo” que la coalición que lo llevó a la presidencia. Fue, incluso, más allá al asegurar que “son distintos los protagonistas, los momentos y seguirán una línea de acción, útil, práctica, con clara definición de las políticas de Estado (…)”.
¿Es esto cierto? ¿O es sólo una mentira piadosa? Muchos de los integrantes del FAU estuvieron con él en la Alianza y, con semejantes antecedentes, nada asegura que sigan ninguna línea de acción “útil” o “práctica”, mucho menos que mantengan una “clara definición de las políticas de Estado”. Y esto no se afirma con desdén, sino desde el análisis más desapasionado de sus integrantes. Pino Solanas es, desde el punto de vista ideológico, un dinosaurio del primer peronismo, en tanto que Alfonso Prat – Gay es un defensor del mercado y de la racionalidad económica. Lilita Carrió nunca tuvo responsabilidad ejecutiva alguna (ni parece quererla) mientras que Hermes Binner ha sido un gobernador cauto, que muchas veces ha tenido que negociar con quienes no estuvo de acuerdo en función de intereses generales. Es complicado suponer que Humberto Tumini, de Libres del Sur, pueda elaborar un programa de gobierno con Ernesto Sanz, o que Victoria Donda pueda ponerse rápidamente de acuerdo con el conservador Oscar Aguad. Son muchas variables juntas, cada una apuntando a una resolver una ecuación política diferente. Si se atiene a la fría realidad de los números, el FAU es incluso más diverso que la Alianza.
Esta realidad variopinta no es, como podría suponerse, una preocupación exclusiva de la Argentina electoral. Los propios integrantes del FAU son conscientes de tal debilidad potencial. Es por ello que anoche se limitaron a mostrarse juntos, delegando en el irreprochable Luis Brandoni la tarea de leer un texto que, de tan breve y tan obvio, podría haber sido adjudicado a Mauricio Macri o a Sergio Massa. Los temas ásperos, tales como las definiciones sobre el rol del estado, la política internacional, el combate a la inflación o las políticas contra la inseguridad (entre otros posibles), serán dejados para mejor ocasión, si es que alguna vez se exteriorizan con algún grado de coherencia. Por el momento, únicamente se sabe que no son peronistas ni kirchneristas. Demasiado poco para un grupo que quiere conducir al país.
Existen, además, algunos símbolos que valen por mil palabras. Por ejemplo, el isologotipo elegido como imagen del acuerdo. Sobre un mapa que esquematiza la Argentina, aparecen puntos unidos por sendas líneas rectas, algo muy similar a la representación de las uniones proteicas en las cadenas de ADN. Si a esto se le suma el significado de GEN (el partido de Margarita Stolbizer) y se le asocia el correspondiente a UNEN (del espacio lilio – pinsolanista), se tiene que los ideólogos del FAU se han transformado en una suerte de devotos del ácido desoxirribonucleico, panegiristas dispuestos a sobreactuar las escasas coincidencias de fondo que pueda tener este pacto. “En el fondo todos los seres humanos compartimos el 99% de nuestros genes”, bien podría afirmar Brandoni en otro hipotético lanzamiento. Tal vez este fuera el único motivo de unión profunda de los coaligados.
Puede argumentarse que a esta expresión de centro izquierda no le cabe otra alternativa que unirse si es que desea llegar al balotaje. Esto es cierto. Y es correcto que lo hayan hecho, a pesar que no todos pueden ser llamados (ni les guste calificarse como) de centroizquierda. Pero, aún bajo el supuesto que tuvieran éxito, subsistirían algunas dudas. Por ejemplo, si estuvieran en condiciones de conservar el poder desactivando todos sus particularismos en aras de apoyar a un presidente del FAU, como tradicionalmente ha ocurrido con los peronistas que, llegado el momento de gobernar, o bien el presidente controla al partido o bien lo desactiva. En la Alianza, el FREPASO nunca acalló sus críticas a su propio gobierno, mientras que la UCR jamás logró hacer una síntesis entre su ala izquierda y su ala derecha como para apoyar a De la Rúa pese a las graves circunstancias que rodeaban a su mandato.
Queda para el final un último asunto: los intereses locales contrapuestos. Es aquí donde aparecen en toda su magnitud las contradicciones. En Córdoba, por ejemplo, donde la UCR es un partido importante, estructurado, Luis Juez se dedica a denunciar a sus dirigentes ante la justicia penal. Ramón Mestre, el intendente radical más importante del país, no se imagina compartiendo con Juez un mismo espacio, ni tampoco entendería bien cuál sería el beneficio de tragar este hipotético sapo. Algo parecido de sucedió a su padre a finales de los ‘90, cuando desechó la posibilidad de unirse al FREPASO por considerar que no representaban a nadie dentro de la provincia. Aunque podría minimizarse este hecho a una cuestión estrictamente distrital y, por lo tanto, distante de los grandes objetivos del FAU, el símbolo de dos dirigentes enfrentados a muerte suscribiendo su acta fundacional no deja de ser ominoso.