Por Luis E. Altamira
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[dc]E[/dc]l niño Florencio Molina Campos alternaba el año escolar en colegios como el Lasalle, El Salvador y el Nacional de Buenos Aires, con largas vacaciones en la estancia paterna de Los Angeles, en Tuyú, provincia de Buenos Aires. Allí, rodeado de la consideración afectiva de las gentes de campo (a las que llegaría a conocer profundamente), se iría enamorando de la inmensidad y las variaciones del paisaje pampeano. En 1905 sus padres vendieron aquella estancia y compraron La Matilde, en Chajarí, Entre Ríos, frente al río Uruguay. Los días felices de la niñez se prolongarían hasta el 26 de mayo de 1907, día del fallecimiento de su padre.
La nostalgia por la felicidad perdida que se le fue desarrollando desde entonces, la volcaría Florencio en cartones que expuso por primera vez en 1926, en los predios de la Sociedad Rural. Dijo Cesáreo Bernardo de Quirós: “Solo, sin academias ni maestros, traduciendo esa verdad que llevan los predestinados, fue contando Molina Campos todo lo que sabía y había percibido en el campo abierto, en la doma, en las fiestas, en la pulpería. (…) Así fue plasmándose ese personaje suyo, el gaucho: el Gaucho de Molina Campos”.
Entre los asistentes a aquella exposición, estuvo el presidente Marcelo T. de Alvear, quién, de inmediato, decidió nombrarlo profesor de dibujo del colegio nacional Nicolás Avellaneda. “Cuando Florencio Molina Campos expuso por primera vez en la Sociedad Rural – rememoró el escritor y periodista Cayetano Córdova Iturburu –, sus caricaturas gauchescas y sus estampas realizadas al pastel suscitaron un singular interés entre el público habitual de los certámenes rurales. Aquello era algo nuevo, inusitado. Lo inesperado era que el artista veía al gaucho como el gaucho se veía a sí mismo, con su mismo espíritu entre burlón y afectuoso. No era el gaucho del poeta o del historiador o del narrador fantasioso”.
En 1930 Molina Campos publicó en el diario La Razón la serie “Picapiedras criollos” (título que nos remite inmediatamente a esos jinetes con dentadura idéntica a la de sus caballos, con la mirada absorta, impávida, y la inteligencia brillando por su ausencia). Fue por entonces que a Sherman Ackerman, ejecutivo de Alpargatas Sociedad Anónima, se le ocurrió editar un calendario que publicitara la firma (una lámina por mes) con reproducciones de Molina Campos. El artista recibió seis mil pesos por la confección de doce originales, cuyas reproducciones se ocuparían de pegar las gentes, mes a mes de 1931, en cocinas, bares y pulperías de todo el país.
El acuerdo entre empresa y dibujante se repitió de 1933 a 1936 y de 1940 a 1945. Molina Campos se convirtió de esta manera en el pintor argentino más popular (“El género caricaturesco al que pertenece el grueso de su producción, oscurece hasta cierto punto la trascendencia estética que, sin duda, tuvo desde sus comienzos”, dijo en una oportunidad el crítico Rafael Squirru, quién, a modo de ejemplo, citó la seguridad de su trazo fino y agudo).
En 1937, el artista viajó a los Estados Unidos, dónde publicó una serie titulada “Andanzas de una gaucho en Nueva York” en la revista Liberty. A principios de los ´40, Walt Disney lo visitó en su domicilio y, posteriormente, en su rancho Los Estribos, frente al río Reconquista, dónde mateó, comió asado y empanadas y bailó alguna que otra zamba y chacarera. Lo cierto es que en 1942 el norteamericano lo contrató para que oficiara como asesor técnico de diversas películas animadas de corte argentino que tenía proyectado realizar.
Molina Campos comenzó con “Bambi”, dónde se reproduce la flora y la fauna de la isla Victoria del lago Nahuel Huapi. Siguió con “El Gaucho Volador”, “Goofy se hace Gaucho”, “Saludos Amigos”, “El Gaucho Reidor” y “Los Tres Amigos”. La relación profesional llegó a su fin cuando el argentino objetó la falta de rigor documental de muchos de los dibujos de los estudios. La relación de amistad, en tanto, perduró hasta los últimos días de Florencio, fallecido un 16 de noviembre de 1959.