Teoría y práctica de la unidad latinoamericana

Por Gonzalo Neidal

CumbreMercosur_290612_11_30561[dc]H[/dc]ace pocos días finalizó en Buenos Aires el I Congreso Iberoamericano de Revisionismo Histórico, organizado por el Instituto Dorrego, también revisionista en su visión histórica y kirchnerista en su apuesta política cotidiana.
Los argentinos, por motivos que no estamos en condiciones de dilucidar y que abandonamos a sociólogos y psicólogos, somos propensos a referenciar intensamente el presente con el pasado. Lo hacemos en forma permanente, casi como un acto reflejo.
Pero el revisionismo, además, tiene la pretensión de que la historia argentina sólo puede leerse de una manera y es la que desemboca en el nacionalismo de Perón, atravesando los jalones de Rosas, los caudillos federales e Yrigoyen. El grupo organizador del Congreso pretende, además, que Néstor y Cristina son los continuadores de una larga lucha por la “liberación nacional” en pugna contra los imperios que han querido y aún intentan someternos e impedir nuestro crecimiento económico y social.
Al menos en la Argentina, el revisionismo ha surgido como una visión de la historia nacional que busca oponerse a la llamada “historia oficial”, cuya autoría se adjudica a Bartolomé Mitre que, sin embargo, fue quien impuso con sus biografías a Manuel Belgrano y a José de San Martín como los próceres supremos de la historia nacional.

América Latina revisionista
El tendido de lazos en búsqueda de la integración latinoamericana es una antigua aspiración que hemos heredado de los años del dominio ibérico. Los que lucharon y vencieron al imperio (Bolívar, San Martín, Belgrano, Sucre) siempre concibieron a América hispana como una unidad no sólo territorial sino también amalgamada por la historia común, el idioma, la religión y el futuro.
Los argentinos gustan más hablar de América Latina. Los brasileños, en cambio, prefieren aludir a Sudamérica. La diferencia puede parecer menor pero encierra dos conceptos sobre el tema. Uno, más conceptual y lírico. El otro, sumamente práctico y realista. La inclusión de México y América Central tiene siempre un puro sentido teórico, carente de una dimensión que pueda presumir de realismo.
Pasados los años y en un contexto mundial creciente de unificación territorial, los intentos de crear espacios más amplios que los meros cotos nacionales, ha sido siempre una aspiración de los gobiernos de distinto signo político, en diversos países. Desde los tiempos de Perón con el ABC (que incluía a Brasil y Chile) y la ALALC (Asociación Latinoamericana de Libre Comercio), la ALADI (Asociación Latinoamericana de Intercambio), se llegó al Mercado Común del Sur (Mercosur), el intento más serio y robusto de todos cuantos se hicieron.
A los revisionistas de hoy que promueven la unidad de América Latina, les ha de resultar un poco incómodo explicar que el Mercosur, esto es el intento más serio de unificación de que se tenga memoria, fue promovido, organizado y firmado durante la gestión del aborrecible neoliberal Carlos Menem. Más aún: en marzo de 1991, cuando se firmó el Acta de Asunción, el canciller argentino era Domingo Cavallo, también rechazado por la iconografía cristinista y revisionista. También ha de resultarles odioso explicar que el antecedente más importante del Mercosur fueron los acuerdos y protocolos firmados entre Raúl Alfonsín y José Sarney hacia 1986.
Populismo e integración
Pero el colmo del fastidio ha de ser, sin duda, el repaso de la conducta de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner respecto de los países hermanos de América del Sur. Al revés de lo que pueda intuirse, las políticas nacionalistas y populistas, por su propia dinámica, propenden al aislamiento del país y no a la integración con los vecinos, que son potencialmente nuestros aliados estratégicos. El nacionalismo picapedrero de gente como Guillermo Moreno lleva a enfrentamientos comerciales permanentes y el concepto adolescente (“fubista”, diría Jauretche) de la política exterior de Cristina, supone roces cotidianos con nuestros vecinos más cercanos.
Está a la vista la relación ríspida que hemos construido con Uruguay a partir de la instalación de la pastera Botnia. Los controles cambiarios han hecho recrudecer la animosidad al restar fluidez en el intercambio comercial.
Con Chile hemos construido un conflicto a partir de las restricciones impuestas a la compañía LAN, como consecuencia de la incapacidad de Aerolíneas Argentinas para competir con ella.
Contra Paraguay hemos liderado su separación del Mercosur con el objetivo de incluir a Venezuela, que estaba impedida en razón de la negativa del parlamento paraguayo. El desplazamiento de Lugo, aprobado por ambas cámaras legislativas de Paraguay y refrendado por la propia Corte Supremas, sirvió de pretexto para que incursionáramos en sus asuntos internos de un modo descarado e impropio de una relación entre países amigos.
Es el estilo kirchnerista. Es el concepto K acerca de cómo debe gobernarse: sometiendo al otro, tratándolo como a lacayo. Una visión oligárquica de la diplomacia. Un enfoque con sello de Bwana y en consecuencia muy distante de las aspiraciones de unidad latinoamericana que se proclaman en teoría.
Se podrán hacer decenas de Congresos propiciando la unidad latinoamericana, pidiendo que se adecuen los planes de estudio para que nuestros niños y jóvenes se eduquen en un espíritu de integración. Se podrán producir centenares de vibrantes y emotivas declaraciones en pro de la integración, con apelaciones a Bolívar y San Martín pero mientras los que gobiernan continúen con su visión infantil y caprichosa de la diplomacia, el tema permanecerá en el dominio de la retórica y de los congresos nutridos de gordos y confortables revisionistas rentados por el dinero público.