Por Pablo Esteban Dávila

[dc]U[/dc]n suicidio, un Fiscal decidido y un conflicto político. Sintetizado de tal modo, el escándalo que sacude a la Policía de Córdoba por hechos de narcotráfico podría dar lugar a un thriller cinematográfico de gran taquilla. Es claro que el asunto pinta feo, y algunos se restriegan las manos frente a la oportunidad que, en forma impensada, se les brinda para esmerilar al gobierno de José Manuel De la Sota.
Todo comenzó con una denuncia del programa ADN emitido por Canal 10, en la que se mostraban supuestos vínculos entre efectivos de la División Anti Droga de la Policía de la provincia de Córdoba y un grupo de narcotraficantes. El Fiscal Enrique Senestrari (que habría estado tras este asunto con anterioridad) aceleró los tiempos y avanzó con la investigación. Pocas horas después, el Oficial Juan Antonio Alós se descerrajaba un tiro en la boca por entender que su honor había sido ultrajado. Ante semejante determinación, el Jefe de Policía Ramón Farías dijo públicamente en su sepelio que “la difamación, la injuria y las mentiras le quitaron la vida”, en obvia alusión a Senestrari y a ADN. El propio gobernador, lejos de desautorizarlo, dijo que la Policía podía expresarse institucionalmente. No obstante, el asunto se resistía a ingresar en la agenda de la opinión pública: los incendios evitaron su viralización hasta bien entrada la semana.
Pero tan pronto el fuego comenzó a ceder, el caso fue adquiriendo las proporciones que, previsiblemente, debía alcanzar. Senestrari, aparentemente tonificado por las acusaciones del Comisario Frías, dispuso durante todo el miércoles una serie de allanamientos que, inclusive, lo llevaron hasta el cuarto Piso de la Jefatura de Policía, lugar en donde opera la división Drogas Peligrosas. Hacía más de veinte años, desde el recordado caso Sargiotii, que la justicia no ordenaba un procedimiento semejante. El Jefe del bloque de Unión por Córdoba, Sergio Busso, fue el encargado de atacar al Fiscal pocas horas después del operativo. Sin vueltas, lo acusó de “prestarse para una burda maniobra política del Gobierno nacional para perjudicar a la Policía y a Córdoba”.
Las reacciones de la Policía y del oficialismo provincial instalan una pregunta insalvable: ¿Senestrari es un héroe justiciero o un villano kirchnerista? En principio, cuando un funcionario judicial actúa con celeridad contra otros funcionarios – los policías lo son –, la sociedad tiende a mirar con simpatía sus afanes. Sin embargo, el hecho que sea socialmente bien visto no equivale a proclamar que el Fiscal tenga razón. Y, convéngase, este caso plantea muchos interrogantes, tanto sobre el hecho en sí mismo como sobre la actuación del propio Senestrari.
Por de pronto, el Fiscal se ha mostrado sumamente locuaz respecto a los delitos que investiga. Prácticamente todo el periodismo de Córdoba supo, minuto a minuto, de la marcha de sus procedimientos. En una de las tantas conferencias de prensa que ofreció espontáneamente afirmó, entre otras cosas, que “había estupefacientes en la Dirección de Drogas en condiciones absolutamente ilegales” y que “tenían armas con numeración limada que no estaban en una habitación de secuestro con el acta correspondiente”, elementos lo suficientemente sólidos como para explicar la conexión entre los policías detenidos y el mundo del narcotráfico. Sin embargo, el hallazgo no parece verosímil. Si los policías investigados ya sabían que Senestrari iría por ellos, ¿no hubiera sido más lógico ocultar semejantes evidencias en un lugar más privado? ¿Por qué dejarlos en el edificio de la Jefatura, a disposición de quién parece obstinado en perseguirlos? Si los policías anti drogas hacen inteligencia criminal, esta no parecería ser una prueba demasiado indulgente de tal capacidad.
Por estas horas, cualquier cordobés con acceso a internet, a una radio o a un televisor (es decir, prácticamente todos) conoce tanto del expediente judicial como los propios imputados. El gran divulgador ha sido el propio Fiscal, bastante interesado en la didáctica del episodio. Pero ocurre que, de atenerse al Código Procesal Penal de la Nación, la investigación debería encontrarse bajo secreto de sumario. El párrafo final de su artículo 204 que “(e)l sumario será siempre secreto para los extraños”, al tiempo que garantiza que sea público sólo “para las partes y sus defensores, que lo podrán examinar después de la indagatoria (…)”. Aunque todavía no ha existido declaración indagatoria de los imputados, “los extraños” saben tanto del asunto como sea posible conocer.
¿Es posible que Senestrari haya sido tan descuidado en este punto? Todo indica que el secreto de sumario, en este caso, ha devenido en una abstracción, y que el propio Fiscal ha franqueado el acceso popular al expediente. Sería, lo que se dice, una auténtica democratización de la Justicia, una rémora cordobesa que pone nuevamente sobre el tapete al malogrado proyecto presidencial.
El problema es que obrar de este modo podría tener un alto costo para la investigación, simplemente porque dejaría a Senestrari en una delicada posición ante previsibles pedidos de apartamiento o potenciales nulidades. El comisario Rafael Sosa (jefe de Drogas Peligrosas y uno de los detenidos en los operativos) hizo punta, denunciándolo, precisamente, por “violación de secreto”. Para algunos juristas de experiencia, el Fiscal le habría dejado la pelota picando.
No obstante, nadie debería suponer que Senestrari es un improvisado. Por el contrario, su reputación de hombre serio es bien conocida en Tribunales Federales, un hecho que minimiza la humana tendencia al error. Entonces, ¿por qué exponer la causa de este modo? Tal vez por una extrapolación del razonamiento cartesiano: “pego fuerte, ergo, no me apartan”. Es una lógica política, no jurídica, pero que de alguna manera le otorga un blindaje mediático frente a las presiones del poder político por sacarlo del medio.
Esta presunción lleva a otra pregunta. Si debe blindarse mediante acciones más cercanas a la política que al derecho, ¿cuál es el fin que persigue? Este es el quid de la cuestión. Porque, si estuviera convencido de la culpabilidad de los agentes de Drogas Peligrosas, la mejor estrategia hubiera sido mantener el bajo perfil, es decir, respetar a rajatabla el secreto de sumario. Eligió, en cambio, la vía mediática, que es una forma de prolongar el espectáculo brindado por las cámaras de ADN, aún a costa de tornar vulnerable su procedimiento.
¿Tendrá algo que ver su filiación con “Justicia Legítima”, la ONG que impulsa la Procuradora General de la Nación Alejandra Gils Carbó? Es una posibilidad, aunque de muy difícil probanza. Quien estuviera interesado en probar este extremo debería elegir un camino oblicuo. Por caso, recordar que Antonio Bonfatti, el gobernador de Santa Fe, tuvo su propio narco escándalo cuando un el diario Página 12 (un equivalente sofisticado de ADN a nivel nacional) publicó que su Jefe de Policía, Hugo Tognolli, era investigado por vinculaciones con el narcotráfico. Bastó que un Juez Federal de Rosario librara una orden de detención para que llovieran sobre aquél gobierno las más disparatadas denuncias. Aún hoy es imposible reprimir una mueca de fastidio al rememorar que Andrés “el Cuervo” Larroque denunció públicamente que en la vecina provincia gobernaba un “narcosocialismo”, una expresión tan cruel como mentirosa. A casi un año de aquello, poco es lo que se ha podido probar de tales acusaciones, tan poco que Bonfatti y su mentor, Hermes Binner, continúan ganando cómodamente las elecciones en el distrito.
Quienes especulan que la mano negra del gobierno nacional se encuentra detrás de la hiperactividad de Senestrari deben demostrar la existencia de una maniobra similar a la ejecutada por el kirchnerismo en Santa Fe. Tal vez no haya que esperar demasiado tiempo a que esto ocurra: en poco tiempo más, el Juez Ricardo Bustos Fierro deberá decidir si avala o no lo actuado. Si confirma las detenciones será un duro golpe para la hipótesis de la causa políticamente armada; si, por el contrario, las rechaza, las sospechas arreciarán sobre el Fiscal y la Nación. Una cosa es clara: en este caso, se hace cada vez más difícil distinguir la política del debido proceso. La culpa de la situación, por ahora, no parece ser de los políticos.